Crónicas desde la ciudad

Montoyita, Pelacañas y Paca de los Cañamones

  • Juan Utrera Amador, Francisco García y Paquita Cruz son arquetipos de almerienses humildes obligados a ganarse la vida a regañadientes, a salto de mata. Personas que nunca figurarán en diccionarios

Antes de proseguir, una fe de erratas aclaratoria: por un desliz informático, el artículo del pasado domingo, "El encanto de la Plaza Vieja", venía encabezado por la cintilla "El lado oscuro de Almería", en lugar de "Crónicas desde la Ciudad", en la que aludía a los Baños Árabes allí instalados. I am sorry.

Desde que por los idus de octubre de 2009 inicié las semanales colaboraciones en Diario de Almería, en ningún momento se me han caído los anillos al elegir los personajes a tratar. En sus páginas ha tenido cabida desde el más conspicuo prohombre al humilde artesano o artista callejero. Criterios de selección que obedece sólo a unas mínimas premisas: ser autóctono o estar asimilado a la provincia y haberse significado por su tipismo (o atipismo, vaya usted a saber) en la sociedad almeriense de cada momento. Individuos dignos de ser tratados vía ensayo antropológico o, como aquí intentamos, desde el costumbrismo popular; parcela de la sociología escasamente estudiada. Que yo sepa, la bibliografía disponible se reduce al libro "Mis pintorescos raros", de José Miguel Naveros; "Personajes típicos almerienses", artículos de José de Juan Oña en la revista Puerta Purchena, y mi coleccionable de diez capítulos, "Queridos Diferentes", en un periódico local de cuyo nombre, como Cervantes en El Quijote, prefiero no acordarme.

La prima y el bordón

Pese a su enraizamiento, Almería no se ha distinguido precisamente por dar figuras de relumbrón en el cante o baile. Sin embargo, la guitarra, un puntal que sostiene el andamiaje del Flamenco con mayúscula, ha sido y es puntera. Veamos abreviado el cuadro de honor. Julián Arcas y Lacal, velezano de María, nexo de unión entre la antigua y moderna interpretación en el orden de las seis cuerdas y pionero en soleares y peteneras pautadas para concierto. Antonio de Torres Jurado, su discípulo Melchor Moya e hijos o Gerundino Fernández, vecino del colegio Ave María en el Quemadero, geniales constructores del bello instrumento español. Por último, la tarjeta de visita de Pepe Richoly, Diego Ruano o El Negrillo, primero, y Tomatito y Niño Josele después, es inmaculada. Con anterioridad, una pléyade artística de parejo oficio y peor fortuna han rendido pleitesía dignamente a la sonanta: Gaspar Vivas, Eduardo Salmerón, Bartolo de Oria, Cristóbal el Sombrerero, Miguel Fernández "Tomate"; Juan Segura, Federo, Paquito Rienda, Espigares y Gabriel Amate. Y dos más sumidos en el olvido: Pelacañas y Montoyita.

Francisco García "Pelacañas" (1892-1955) fue tan buen zapatero como sobrio tocaor; actividad que comenzó a los veinte años, alternándola con el banco de artesano remendón, donde igual echaba medias suelas a los chapines que daba puntadas con lezna y bramante a calzado prejubilado por el uso. O su especialidad estrella y por la que fue envidiado en el mundillo taurino: en Feria bajaba desde el Barrio Alto al hotel La Perla con varios pares de zapatillas de flexible cabritilla confeccionadas a mano, sólo pendiente de ajustarlas al pie del torero de turno. Pero, además Pelacañas presumía, y con sobrada razón, de actuaciones en Mallorca y Barcelona (Teatro Lírico y Circo Barcelonés) como fiel escudero del paisano Capelillo de Fiñana, Guerrita, Cojo de Málaga, Lola Cabello o Pepita Lláser. Y de participar en Radio Almería y en el Cervantes y Apolo en calidad de guitarrista oficial de "Fiesta sin Hilos", concurso organizado por Educación y Descanso.

Juan Ramón Utrera Amador en nuestro segundo personaje del día. De raza calé, hijo de Agustín y de Ramona, jornaleros, vino a este valle de lágrimas en Canjáyar mediado octubre de 1921, durante los estertores de la monarquía alfonsina. Después de la guerra, ya casado, se mudó de la villa alpujarreña a la capital. Se empadronó en La Chanca con su numerosa prole hasta que las lluvias torrenciales de octubre de 1973 obligaron a desalojar parte de las cuevas Las Palomas, del Pecho, Gordote, etc., trasladándose a El Puche, a un piso oficial cedido por el Estado. En la calle "Antonio Mairena" vivió hasta su fallecimiento (en el Hospital Provincial) en junio de 2002. El apodo está inspirado en el legendario Ramón Montoya ("gané un premio y me dijo que yo sería Montoyita").

Con toda la humildad del mundo y su guitarrica bajo el brazo ("una buena, de las artísticas de antes") como único bagaje, sacó adelante a la familia, incluida una hija que prometía en el cante y baile, aunque lamentablemente murió muy joven. De baja estatura y enjuto de carnes, se cubría con gorra de color claro y acompañaba de bastón. Su presencia era familiar en Las Perchas, venta San Silvestre, circunvalación del Mercado o sentando en portales de Navarro Rodrigo y Reyes Católicos. Sin pereza la sacaba de su funda y se arrancaba por alegrías o bulerías al tiempo que le llovían unas monedas; en las visitas siguientes al Quinto Toro y Casa Puga, vuelta a entonarse y pasar la gorra ante la general condescendencia. Le comentaba a Luis García Yepes en una entrevista en Ideal (la única vez creo que salió en los papeles) que poseía el carnet de artista y, en un arranque fantástico, que había "acompañado a la Niña de la Puebla, Niña de los Peines, a Carmen Amaya, Vallejo… ". O bien, "le he templado la guitarra y le estuve enseñando falsetas a Pepe Habichuela"; delirios que a nadie ofendían y a él le alimentaba su ego artístico. Satisfacción plena -esto si es verídico- cuando en el Mesón Fosforito que el amigo Alberto Díaz (tristemente fallecido el pasado Día de Reyes) abrió en la Avda. Cabo de Gata, Paco de Lucía le piropeó una falseta por fandangos y le dejó tocar su propia guitarra.

Colorines y verderones

Casa Blanes -en la rambla Obispo Orberá-, fundada en 1932 por los hermanos Andrés, Eduardo y Guillermo Blanes, exhibía en sus anaqueles y estanterías un amplio surtido de ultramarinos y coloniales finos, amén de productos nacionales de certificada calidad; entre otros, especias para aderezar las matanzas del cerdo (avíos cortijeros llamados "testamentos"). Aquí venía Paquita a comprar a cañamones a granel -a razón de dos pesetas el kilo-, que luego ella misma tostaba o le hacían el favor en una panadería de la calle Calvario. Francisca Cruz Martínez vino al mundo al alborear la anterior centuria. Nació mocica y mocica murió pasados los Ochenta en su Gérgal natal, al amparo de Cáritas. Pero antes recaló en la capital, donde fregó suelos y lavó ropa en casas de señoricos. Lo de la venta callejera de cañamones como alimento pà pájaros sería posterior: "A perrilla, a perrilla entran en la taleguilla"; o una sencilla cantinela a la que, con variantes, puso música y letra Manolo del Águila: "Tengo lo que tú no tienes, un reloj que da la hora y un molinillo que muele". Poquita cosa, desaseada, deslenguada y vivaracha, cubierta por un pañuelo y cesta con la mercancía al brazo, los chiquillos la rodeábamos mañana y tarde. Unos para que por dos perras chicas nos llenara el cartucho de estraza y otros, los más, para chincharle hasta que su boca, una excomunión, se acordaba de nuestros vivos y muertos.

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