Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

Relatos de Verano

EL SUEÑO DE GRECIAiii. Filohelenismo

Aunque inspirada por las luminosas aguas del Egeo o más bien por su reflejo literario, la geografía de H no es de este mundo. Los contornos del país soñado tienen las dimensiones del ajado mapa que decora la pared de su cuarto de estudiante. Pero esa idea exclusivamente libresca se ha superpuesto a sus evoluciones cotidianas como una doble vida, con efectos desconcertantes para los allegados. Las ninfas, en particular, que se le aparecen por todos lados, excitan su sensibilidad con mil indecibles delicias. En los ritmos naturales entrevé los dones de una existencia más dichosa.Quedaban unos años para el fin de siglo. Pronto empezaría un nuevo milenio cuyos dígitos se le antojaban inverosímiles. Por todas partes veía los signos de decadencia

Quedaban apenas unos años para el fin de siglo y H forzaba los paralelismos, aunque nada parecía relacionar su época -la que de hecho le correspondía, no la que había elegido- con las postrimerías del XIX de donde en realidad le venían, más que de la tradición humanista o el neoclasicismo dieciochesco, las voluptuosas ensoñaciones a las que se abandonaba, cada vez más engolfado. Sabía que la edad de oro era un mito y que ya lo fue para los antiguos, que se repetía en la mayoría de las culturas y que en cualquier tiempo el pasado, a ojos de ciertas mentes confusas o inadaptadas, aparece teñido de un aura incoherentemente favorecedora. No eran por otra parte los celebrados logros de la Grecia clásica los que lo movían al asombro y de hecho el interés de H, que del siglo de Pericles habría escogido a Aspasia, era tanto más acusado a medida que se retrocedía hasta el periodo arcaico o incluso más atrás, a los reinos micénicos de los que los griegos posteriores no tuvieron constancia directa y cuyo espectacular descubrimiento -Schliemann, Evans, el aún más remoto mundo minoico- había convertido en histórico lo hasta entonces legendario. Pronto empezaría un nuevo milenio cuyos dígitos se le antojaban inverosímiles. Por todas partes veía los signos de decadencia.

Siempre con la traducción a mano, más la imprescindible ayuda del diccionario descuadernado donde el anterior usuario había transcrito su nombre en caracteres griegos, conforme a la inveterada costumbre de los principiantes, H leía los textos originales en voz alta -el inmortal Himno a Afrodita de Safo, intrincados parlamentos de Tucídides, pasajes de los trágicos entre los que su predilecto era Esquilo, el combatiente de Maratón- y hacía suya la singularísima dicción de Agustín García Calvo, cuya antología de versiones recitadas por él mismo -que pronunciaba Ésquilo y Safó, manteniendo los acentos griegos- había aprendido de memoria. Pues toda la flor del asiano poder ida es, prorrumpía H, citando el coro de Los persas, en mitad de una reunión cualquiera. O asumiendo la voz de Yocasta, como hacía el maestro, aunque sin alcanzar su grado de empatía con la balbuciente esposa y madre de Edipo, le espetaba a un compañero que sufría de amores: Ay, desventurado, que ese nombre sólo sé para llamarte... Reverenciado por un reducido círculo de seguidores que apreciaban sobre todo al pensador libertario, el sabio zamorano aunaba el conocimiento profundo de las lenguas y literaturas, la pura voluntad de disidencia y la habilidad dialéctica de los viejos sofistas. Era imposible no congeniar con aquella Grecia contracultural de camisas floreadas y pañuelos de colores.

Porque había, desde antiguo, los filohelenos, entre los que por supuesto se contaba H que de este modo, aun consciente de su insignificancia, sentía la pertenencia a un linaje que se remontaba a Roma, donde por obra de la proverbial paradoja de los conquistadores conquistados la cultura griega había trasvasado a los ocupantes algo más que unos modelos. Ello era muy evidente en el caso de los poetas, pero el influjo se extendió a todos los terrenos hasta el triunfo del Dios único y aun después, dado que la teología cristiana, si bien extraña a los fundamentos religiosos del orden grecolatino, sería también parcialmente helenizada. Dos personajes de la Antigüedad tardía fascinaban a H: la alejandrina Hipatia, de la que tuvo noticia por el episodio veneciano de Corto, y por encima de todos el emperador Juliano, llamado el Apóstata, que trató en vano de restaurar el paganismo cuando su hora -¡venciste, Galileo!- había pasado para siempre. Mártires, cada uno a su triste manera, como de otro modo lo serían el gran teórico Winckelmann, oscuramente asesinado en una fonda, o el poeta Byron, que pese a su carácter veleidoso había tenido el valor de acudir a la llamada de Grecia para luchar y morir por su libertad, largamente anhelada por los griegos modernos -que se decían ahora romanos- y sentida por muchos otros europeos como cosa propia. Ellos, los filohelenos de todos los tiempos, doctos o aventureros, eran para H, que no pertenecía a ninguna de las dos categorías, como los miembros de una hermandad a la que se debía lealtad eterna.

Tenía, como sentenciara Darío, el espíritu de Grecia en el cerebro, pero hay que conceder que sus pensamientos, acaso similares en este punto a los del padre mágico del modernismo, tendían a tomar la forma de una imagen recurrente y no necesariamente griega que remitía al llamémoslo clásico revolcón en la floresta. Ahora bien, la Grecia de la Francia, que así la había calificado el indio parisién, era demasiado fina, en el fondo acomodada a ese gusto burgués o convencionalmente bohemio que representaba no el brillo auroral de la Hélade, sino su débil o domesticado simulacro. La de los alemanes, pese a Nietzsche, apolíneos hasta el exceso, estuvo durante años condicionada por los prejuicios raciales y sugería, en su idealismo implacable, una colección de fríos templos deshabitados. Y los ingleses, inventores del Grand Tour, no habían dejado de comportarse como turistas. Así al menos, como en los entrañables chistes de nacionalidades, lo veía H, tan dado en su ignorancia a las simplificaciones contundentes, que leía los testimonios de los viajeros de verdad y se decía, estos, pobres, no se han enterado de nada.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios