Crítica de Cine

En la mente del asesino a sueldo

Joaquin Phoenix y Ekaterina Samsonov, en la película.

Joaquin Phoenix y Ekaterina Samsonov, en la película.

No es fácil escapar del hype de la nueva película de Lynne Ramsay (Ratcatcher, Morvern Callar, Tenemos que hablar de Kevin): Joaquin Phoenix, el actor de moda y premiado en Cannes, como protagonista absoluto; Jonny Greenwood, tal vez el mejor compositor que trabaja hoy (aquí también) para el cine, en los créditos musicales; una estilizada historia de violencia, solipsismo y corrupción que remite a Taxi Driver y otros títulos protagonizados por asesinos a sueldo o justicieros redentores, de Ford a Denis, de Melville a Kaurismäki, de Jarmusch a Mann.

No es fácil, pero la realidad de la película y sus formas se impone: todo es duro, cortante, cruel y sórdido, salvo algunas cosas, las necesarias para poner distancia sobre todos esos calificativos que hablan de obra maestra, de su implacable y turbulento descenso a los infiernos del sueño americano, de su efectiva modernidad visual y sonora al servicio de una vieja historia de género con dictamen moral sobre una época convulsa.

Y es que Ramsay se encarga demasiado pronto de subrayar el que sin duda es el lado débil de su película, ese exceso de psicología que, en forma de fugaces flashes, sitúa a su atormentado y expeditivo protagonista, una vez más encarnado por Phoenix a través del cuerpo y la gestualidad animal, en la constante encrucijada del recuerdo y la transferencia de sus traumas (la infancia, Iraq...) en sus acciones y su método en el presente.

Ramsay sobrecarga también las tintas en ese trazo de corrupción perversa en las altas esferas de la política, lo que convierte su película en un duelo pesadillesco y fantasmal entre los nadie y los poderosos, un duelo desproporcionado del que sólo se puede salir con la propia violencia que lo genera.

Con todo, lo mejor de En realidad, nunca estuviste aquí tiene que ver con los procesos y las acciones, con la manera en que Phoenix arrastra con su cuerpo pesado, encorvado y lacerado la narración y su ritmo, el plano y su composición, los espacios y su recorrido. Es ahí donde, en la observación implacable de los hechos o en su inteligente omisión elíptica, mejor funciona la película. Mucho mejor que cuando se detiene a reflexionar, a incubar lecturas (religiosas, morales, familiares, psicológicas, sociológicas...) que expliquen a un personaje y a su martillo asesino, eso que, precisamente, nunca se revelaba, para nuestro desconcierto, en la cinta de Scorsese con la que tantos se lanzan hoy a igualarla.

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