Cataluña nunca exhibió un sentimiento tan antiespañol como el que hoy recorrerá sus calles. Siempre le echó un pulso al Estado cuando se vio discriminada, pero nunca a los españoles. Este odio -que hasta ayer no se reconocía ni en los nacionalistas- viene provocado porque todos los gobernantes han sido incapaces de adaptar sus posturas más extremas al fin último de todo político: ser útil a la sociedad desde el posibilismo y el pragmatismo. La repulsa hacia todo lo que venga de Madrid se ha desbordado a última hora alimentada por la propaganda independentista. La mayoría de la clase trabajadora no sabe de qué va este follón, no se fía de sus políticos, no ve esa mejoría que prometen los radicales desde la desconexión. Tampoco entiende el inmovilismo desde Madrid. Su única certeza es que ese pacto por el que los catalanes cedían su soberanía a cambio de que se reconociese su personalidad se ha roto. Jóvenes estudiantes, profesores, artistas y una cierta clase media social saldrá a la calle. Nadie sabe qué más pasará.

El espíritu catalán siempre gozó de cierto romanticismo, pragmatismo y, como no, seny. Y le fue bien. Hasta hoy. Como reconoció Tarradellas al regresar del exilio para presidir la Generalitat, "nuestro pueblo ha ganado una cosa única en la historia: sus libertades políticas sin que le costara una peseta, un muerto, nada". España fue el primer país del mundo en dar este paso, y los catalanes lo lograron con su afán de gobernar sus propios intereses. "Dado que España reconoció nuestra autodeterminación -razonaba Tarradellas- no podemos ni queremos hacer una política que no esté de acuerdo con la mayoría de españoles". ¿Qué ha sucedido entonces para que esta convivencia salte por los aires? La principal respuesta es que los actores políticos no han estado a la altura de sus predecesores de la Transición. El acuerdo, el diálogo y la concordia no figuran en su ideario.

Cataluña nunca fue en el fondo separatista, pero siempre aspiró a la máxima autonomía desde su hecho diferencial, sin romper los puentes con el resto de España. Ya saben, la bandera, el himno, el idioma, su Estatuto, su presidente... Hay otros hechos, como el impulso a la industria textil catalana o la protección de su economía. Y en la actualidad, muchos más. Si los catalanes piensan que España les roba, Cádiz tiene motivos para llorar por su propio hecho diferencial. Su tasa de paro supera el 29% y en Cataluña no llega al 14%; Cataluña cuenta con 13 de los 25 municipios más ricos de España, Cádiz con 4 de los 10 más pobres. Un gaditano cobra de media 15.600 euros y un catalán, 24.000; en Cataluña hay 1.800 empresas con más de 250 asalariados; en Cádiz, 35. Pero esta realidad no interesa a los independentistas, que se niegan a hablar del coste real de su desafío. Han optado por la exclusión decidida de todo lo español. Y el españolismo de pandereta no ayuda: grita cuando se arranca una bandera española pero miraba hacia otro lado cuando los nacionalistas manipulaban la realidad. Nadie se preocupó por el choque de trenes. A la espera de ver qué pasa hoy, sólo cabe confiar en que la agudeza en el juicio y una mirada más limpia se impongan con criterio en este caos para plantear un diagnóstico preciso de la situación, que indique la mejor salida.

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