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Los amores frustrados

Zelda Fitzgerald (de soltera, Sayre).

Zelda Fitzgerald (de soltera, Sayre).

¿por qué las historias de amor fracasadas son tan literarias, tan cinematográficas? ¿Será por aquello tan trillado de Tolstoi, al principio de su Karenina, sobre las familias felices y sus parecidos y las diferencias entre las infelices? Puede, pero las historias de amores infelices también se parecen unas a otras tanto como las de los felices y al final casi todas responden a idénticos patrones y fracasan por causas similares. Aventuro otra posible explicación: las historias de amor felices, plenas, son para vivirlas. Las otras, las fracasadas, para contarlas. Los que las viven no necesitan más, quien es feliz ¿qué más necesita? Los que no, son los primeros que las cuentan. Con palabras, con hechos, con los restos de sus vidas. Quizá porque contarlas es la manera, quién sabe si inconsciente, de acabarlas, de ponerles fin, porque los amores que se rompen, que parecen concluidos, quizá no lo estén del todo en tanto no se cuenten sus historias. Y puede que ni así: una historia siempre admite volver a ser contada.

El amor primero feliz, luego tormentoso y finalmente frustrado entre Francis Scott Fitzgerald y Zelda Sayre tiene todos los ingredientes para seguir atrayendo a escritores y lectores, a cineastas y espectadores, casi un siglo después de su acaecimiento. Tal vez sean los exponentes mayores, los más icónicos, de una época brevemente alocada, los llamados felices años 20 del siglo XX. Sus muertes a edades prematuras (él a los 44, tras dos ataques cardíacos causados por su alcoholismo recurrente, incurable, tan romántica y falsamente literario; ella a los 47, tras incendiarse el sanatorio donde vivía recluida por sus achaques mentales desde muchos años atrás) los dejó anclados, ante nuestros ojos, en la bella estampa de una pareja joven, llena de atractivo, a salvo de los estragos de la inmisericorde vejez. Esto, junto con sus historias personales, los convirtió en mitos con cierta aura de fracaso, pese a que Fitzgerald fue uno de los escritores más exitosos de su tiempo y escribió un par de novelas y algunos relatos magistrales, y sus libros se siguen leyendo. Pese a que vivieran a todo tren en Francia, durante una década, y ella pusiera mucho dinero y empeño en ser bailarina, algo para lo que carecía de talento, y en sus años finales, cuando Zelda estaba ya totalmente en manos de su enfermedad mental, Scott encontrara el amor generoso, curativo, desprendido de la periodista Sheilah Graham, ambos ejemplifican el irracional atractivo que, cual un agujero negro, quienes en cierta medida han dilapidado sus vidas ejercen sobre quienes piensan que las suyas son aburridas y carecen de ese raro encanto, quienes tal vez nunca se paren a pensar que hasta las vidas rutinarias son tan vidas como las malvividas o derrochadas, pues todas acaban siendo, de uno u otro modo, eso, vividas.

A Pietro Citati (Florencia, 1930) le bastan poco más de 90 páginas para ir al nudo de la relación de esta pareja, desentrañárnosla desde dentro y apresar el alma herida, insegura, solitaria de un escritor cuyo amor se le escapa sin poder hacer nada, cuya vida se va yendo al garete a la vez que enloquece su esposa, como si ella fuera su carta de navegación. Con la agudeza del lector que conoce a fondo la obra del escritor y sabe leer, no ya entre líneas sino más allá del texto y su contexto, selecciona algunas citas que perfilan a un Scott Fitzgerald que, tiene uno la impresión, así debió ser. Como esa cita de Hermosos y malditos, en la que el narrador describe que va tras las cosas que son iluminadas por un rayo de luz pero que, cuando va a asirlas, ya han quedado en la oscuridad, la luz ilumina otra cosa, y esa falta de sincronía entre la luz y lo iluminado lo sume en el descontento. Como cuando, en una de las cartas emotivas, tiernas y a la vez de una dureza sin parangón consigo mismo, dirigidas a su hija Scottie, da en el clavo de lo que sucede con Zelda, al definir a los enfermos mentales como excluidos de este mundo. Como esa cita de El gran Gatsby que la hija de ambos mandó esculpir en la lápida de la tumba donde, después de muchos años, descansan juntos sus restos, que cierra el libro y habla del incesante arrastre hacia el pasado.

Citati, que con el desplante de un torero antiguo, sin recrearse pero humillando al toro, pone a Hemingway en su sitio ("abyecto", lo califica), no sólo traza un retrato certero, vivo y agudísimo de esta pareja, sino que, sin darse importancia, sin subrayados, va dejando reflexiones propias sobre cómo el hombre y la mujer que se complementan se abrasan cuando entran en contacto, sobre la rara dulzura con que se contemplan las cosas que nos dolieron cuando ya hace mucho que pasaron y el dolor cesó o se atenuó, sobre algunas de las verdades radicales de la vida humana. Y lo hace con un estilo conciso, destellante, de una rara elegancia, el estilo de uno de los más hondos y sabios lectores que quedan hoy en esta vieja Europa.

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