Málaga

Por creer que el cielo cabe en un infierno

  • El de la línea 25 de la EMT es un trayecto de contrastes radicales: aquí se exhiben la Málaga prometedora del porvenir y la que parece haber perdido toda opción de ser ciudad en el futuro

Son las 12:00 en la primera parada de la línea 25, en el Paseo del Parque. Hace un calor abrasador y gentes de todas las edades se dirigen armados de toallas y sombrillas a La Malagueta. En el autobús hay cinco personas, cuatro mujeres y un hombre, de edad avanzada, que viste una impoluta camisa blanca. Todos son muy morenos y silenciosos. El autobús emprende la marcha y en el Parque, donde no se incorporan pasajeros, el tráfico es fluido y ágil hasta que un hombre que circula en bicicleta cargado con una enorme mochila decide incorporarse al carril bus y retrasa inevitablemente la marcha. En la Alameda suben ocho usuarios, entre ellos un hombre mayor acalorado que lleva un carrito de la compra, pantalón corto y una camisa abierta con demasiada generosidad. También sube un tipo con gorra, gafas de sol y aire misterioso que parece mirar tras de sí a cada instante. En la Alameda el tráfico es por contra mucho más denso, y más aún en el Puente de Tetuán, donde todavía algunos conductores tienen problemas a la hora de tomar el carril por el que desean circular con sus vehículos. En la primera parada de la Avenida de Andalucía, frente a la sede de Unicaja, baja el hombre de gorra y aspecto misterioso que subió en la Alameda. En la segunda, dejado atrás el Puente de las Américas, sube una mujer rubia, de unos 50 años, y baja otra mujer, vestida con un uniforme azul de dependienta, que había subido en el Parque. Las jardineras de la avenida están demasiado sucias. Una familia china, con su padre, su madre y sus dos niños pequeños, corretea en la acera amplia como si nada fuera con ellos. En la parada del centro de salud suben cinco usuarios, tres mujeres que viajan con dos niños de 3 o 4 años. Hay banderas de España por todas partes. Carranque asoma con su cotidiana estampa, vecinos que entran y salen de las tiendas de alimentación, grietas en los muros de las viviendas de protección oficial y reuniones de vecinas en los portales a pesar del calor. Pero, al fondo de Virgen de la Estrella, la iglesia de San José Obrero reluce espléndida tras su restauración. Un poco más adelante, el patio de la Oficina de Atención a los Inmigrantes está lleno hasta los topes. Se advierten desde el autobús las colas de solicitantes que llevan la documentación en la mano o bajo el brazo.

En la Plaza de Manuel Azaña suben cinco viajeros, entre ellos una joven con falda vaquera y una carpeta de apuntes y una mujer extrañamente elegante, con el pelo corto, gafas redondas, un pañuelo en torno al cuello a pesar del calor y a juego con el vestido, zapatos negros de tacón y otra carpeta. Aunque quedan asientos libres en el autobús, la mujer avanza, se queda de pie en la parte central, deja la carpeta sobre un asiento vacío y empieza a acicalarse el cabello con ambas manos. Después toma la carpeta y mantiene la misma posición, de pie, en medio del pasillo. Nada más llegar a la autovía, el chófer aumenta la velocidad y el autobús circula ligero en el carril derecho, vacío como el izquierdo. Tras la rotonda de acceso a la Universidad y el Clínico, bajan la mujer del pelo corto y la joven de la falda vaquera, a todas luces profesora y alumna respectivamente. En el banco de la parada hay sentadas cuatro personas mayores que mantienen una conversación animada. El chófer espera prudentemente una señal de su parte, pero a pesar de que ninguna otra línea pasa por esta parada ninguno de ellos muestra intención de subir.

La ampliación de la UMA se revela como un gigante inhóspito, sin signo de vida. El autobús sale de la autovía para acceder el Centro de Transportes, donde hay camiones parados a cada paso, aunque en la parada no se produce intercambio de pasajeros. El vehículo enfila después hacia el Cementerio: no entra en el recinto, pero la parada correspondiente en su acceso se muestra solitaria y yerma, como un poste olvidado por el tiempo. El calor pega tan fuerte que los cristales de las ventanas queman por dentro. En la distribuidora de Gas Natural, un hombre llena un camión de bombonas, solo, a golpe de fuerza. Cada bombona produce un estrépito metálico al caer en su plaza. La segunda fase de Los Asperones está repleta de basuras. Hay gatos que merodean por el terreno y un par de perros sueltos. La sensación de abandono es absoluta, con muros medio derruidos en casas habitadas, caminos impracticables y restos de pequeños fuegos que todavía despiden halos de humo negro. Las puertas de casi todas las chabolas están abiertas, pero apenas hay gente fuera. Sólo una gitana oronda que camina con fatiga y un bolso grande y pesado en la espalda, y cuatro tipos en bañador apoyados contra un muro que parecen aprovechar el último milímetro de sombra. En Los Asperones hay una parada, pero tampoco sube ni baja nadie.

El autobús continúa su trayecto hasta campanillas. Junto a la sede de Famadesa hay camiones que parecen justo haber regresado del reparto. También junto a la de Patatas Alcalde. En el camino hacia la Fresneda dos niños corren en bicicleta. Uno de ellos se refresca vaciando sobre su cabeza el contenido de un botellín de agua. El río Campanillas es un sequeral de piedras y polvo. Hasta la vegetación salvaje que creció en su caudal languidece reseca. La calle José Calderón se extiende con su disposición habitual de casas unifamiliares, caminos que conducen a cortijos anexos y bloques de pisos de escasa altura. En la primera parada bajan ocho pasajeros, entre ellos el hombre de la camisa abierta. Hay tiendas abiertas de moda, alimentación, oficinas bancarias y otros establecimientos en los que puede encontrarse casi todo. Uno de los locales más llamativos es la Tienda del Queso Manchego, con un escaparate muy vistoso y grandes promesas en el interior. Otros negocios han cerrado. El chófer aprovecha un semáforo y saca un botellín de agua de un compartimento superior. En la siguiente parada bajan tres personas. Al final de la calle se ultiman los detalles de la Feria que empezará al día siguiente, con sus carricoches y puestos ambulantes. En la siguiente parada, cerca del camino de la piscina municipal, se apean dos ocupantes. Quedamos cuatro a bordo.

El autobús entra en el Parque Tecnológico de Andalucía por la calle Juan López Peñalver. En todo el recinto no se produce un solo intercambio de pasajeros. A las puertas de edificios como Premier y BIC Euronova, hombres trajeados y mujeres al estilo casual celebran asambleas improvisadas. Pero también hay jovencitos jugando en los jardines y hasta caminantes que sacan de paseo a sus perros. Todo exhala, no obstante, una pasmosa tranquilidad. Pasado el lago y su bucólica estampa, en la calle Severo Ochoa destaca el perfil de la sede de Ingenia. El autobús toma entonces un carril que, a modo de atajo, rodea la última sección del parque y termina saliendo del PTA por una especie de control, de carriles muy estrechos y en el que las barreras de seguridad están permanentemente levantadas. Tras la Escuela Agrícola, Santa Rosalía reviste actividad humana bajo sus árboles. Una joven entra en la Biblioteca Municipal. Pero Maqueda es un desierto amarillo. El parque móvil está anclado en los 80, y los pocos que se mueven lo hacen en ciclomotores viejos. Son las 12:45. Fin del trayecto.

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