Asistimos a un desafío independentista que enarbola una falsedad disfrazada de verdad donde la división social camina a sus anchas. Ante tal espectáculo, mi memoria reproduce imágenes de la España de los sesenta y los setenta en donde las personas añoraban un mañana prometedor. No olvido mis viajes desde Andalucía hasta Madrid en el tren expreso. Quién iba a pensar entonces en el AVE. Salía por la noche y llegaba a Madrid por la mañana con el cansancio colgando de mi espalda. Los asientos eran incómodos, pero al contrario de lo que ocurre hoy, donde cada uno va a lo suyo con los cascos, el móvil y la Tablet, en aquellos tiempos se charlaba con los pasajeros que iban al lado. Era muy común llevar una tortilla de patatas, queso, naranjas..., para compartirlo con los desconocidos que viajaban en el vagón. Imposible arrancar de la memoria los viajes de Madrid a París con las estaciones llenas de españoles que emigraban llevando por todo equipaje un sueño que hacía equilibrios para no romperse cuando la despedida les descomponía los rostros. Desde las ventanas del tren que partía, el aleteo de las manos de los que marchaban se fundía con el de los que, desde el andén, recogían su tristeza y echaban a andar el reloj de la espera. Antes de que el tren cruzara la frontera francesa se debían rellenar unos papeles. Pero la mayoría de los que emigraban se encontraba con el muro del analfabetismo y solicitaban la ayuda de quienes sabíamos leer y escribir. Fueron muchos los documentos que rellené para personas desconocidas que tenían en común el brillo de una ilusión en los ojos. Era una España que ahora echo de menos. Una España, como decía Antonio Machado, de charanga y pandereta, que esperaba su infalible mañana y su poeta. Pero el mañana no puede ser este enfrentamiento provocado por la indecencia de un puñado de políticos que desvarían. El mañana tiene que estar despejado, lleno de luz y sí, por supuesto, de poetas.

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