Cuando uno se sumerge en la literatura española del XIX y principios del XX, cae en la cuenta que la sociedad española no ha cambiado tanto; repetimos las mismas virtudes y defectos que nuestros abuelos y los males de la nación son prácticamente los mismos. Acaso, en la pasada centuria los hemos perfeccionado y aumentado y lo que llevamos de nuevo siglo, no nos invita a pensar en rectificaciones futuras. Nuestra leyenda negra sigue operando eficazmente, aun cuando desaparecieron los motivos que dieron lugar a ella. Seguimos negando nuestro pasado único en la historia de la humanidad; unos, creyendo que todo fue un cúmulo de desgracias salpicada de sangre y sed de conquista, otros, de intolerancia religiosa con tendencias criminales. El laicismo de hoy es más producto de un odio anticlerical que el resultado de una reflexión racional; por eso es radical. El nacionalismo, inexistente hasta hace poco en nuestra larguísima historia, nos condiciona desde hace siglo y medio. Las tesis de un racista como Sabino Arana y el proteccionismo de los negocios de la burguesía catalana, conformaron dos maneras de articular la reivindicación primero autonomista, más tarde independentista. Tras la incorporación al proyecto de la izquierda antisistema, ambos nacionalismos se confunden en el mismo biotipo. Confundimos la diversidad de los pueblos de España con la existencia de naciones diferentes, y lo peor es que muchos se creen que este es un pensamiento moderno, progresista. Lejos de superar las dos Españas, seguimos empeñados en poner una raya entre unos compatriotas y otros; parece que no hemos aprendido nada, imponiendo la memoria por ley. La otra España posible, la de la reconciliación con el vecino y consigo mismo, la que surge del 78, a pesar de sus defectos, es la mejor de nuestra historia. Y nos la quieren matar.

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