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Verdad desnuda y dolienteEl héroe y su sombra

  • Tusquets publica la versión íntegra de 'Un día en la vida de Iván Denísovich', en una nueva traducción que rescata los pasajes autocensurados por el propio autor para evitar que la novela fuese prohibida

Nació al poco de proclamada la Revolución y logró sobrevivirla, después de haber aportado el más demoledor testimonio contra la distopía soviética en los tiempos en que los crímenes de Stalin eran desconocidos o deliberadamente ignorados por amplios sectores de la opinión pública. Cuando murió el año pasado, poco antes de cumplir los noventa, el escritor que mostró al mundo los horrores del Gulag era un anciano atrabiliario y un punto anacrónico que proclamaba su simpatía por la Rusia zarista, porque Aleksandr Solzhenitsyn nunca se mordió la lengua a la hora de hacer declaraciones, pero su aspecto de iluminado y sus diatribas contra los intelectuales de Occidente no disminuían la grandeza de su contribución literaria, reconocida con el Nobel en 1970. El resentimiento del novelista no era infundado, pues durante décadas su figura, ferozmente asediada por la propaganda filocomunista, fue objeto de la desconfianza y el desdén de buena parte de las elites culturales -no hace falta recordar las vergonzosas palabras de Juan Benet-, que necesitarían mucho tiempo para reconocer la profunda iniquidad del experimento soviético y sus dramáticas consecuencias para millones de deportados que sufrieron en carne propia la arbitrariedad de un régimen desquiciado.

Lo vemos claro ahora, cincuenta años después de que el ex presidiario pusiera el punto final a Un día en la vida de Iván Denísovich (1962), que fue su primer libro y el único publicado en la Unión Soviética, acogido a la política de desestalinización -un periodo de fugaz y sólo relativa transparencia- auspiciada por Jruschov. Pero aquella primera edición, sobre la que se realizaron todas las traducciones disponibles en castellano, había sido autocensurada por el propio Solzhenitsyn, con vistas a evitar que fuera, como lo fueron sus libros posteriores, prohibida en su propio país. Ha sido uno de los traductores habituales del autor, Enrique Fernández Vernet, el encargado de dar forma a la versión definitiva de la novela, directamente del ruso -como en el resto de las obras de Solzhenitsyn publicadas en Tusquets- y con todos los pasajes eliminados restituidos conforme a la disposición original. Son pasajes, explica Fernández Vernet, que hablan del trabajo esclavo, del acoso de la policía política o del desgobierno en las granjas colectivas, "retazos que forman un cuadro completo de una sociedad, dentro y fuera de la cárcel".

Sobre el recuerdo de su propia experiencia como preso político en un campo de Kazajstán, al sur de Siberia, Solzhenitsyn narra una jornada cualquiera -"un día casi feliz"- en la vida de Iván Denísovich Shújov, el preso S-854, un campesino que lleva encerrado ocho años en un campo de trabajo bajo la falsa acusación de traidor a la patria, luego de haber hecho la guerra contra los alemanes en las filas del Ejército Rojo. Como les sucedió a muchos soldados prisioneros de los nazis, Denísovich fue acusado de espionaje, obligado a confesar su culpa y encerrado en uno de los campos diseminados por las estepas de la vasta Rusia, convertida por el padre Stalin en un inmenso presidio. La vida cotidiana de Denísovich, su convivencia con los mandos y el resto de los presos -todos ellos basados en personas reales, compañeros del autor en sus días de cautiverio-, es descrita por un narrador objetivo que extrema la sobriedad y no ahorra los pasajes descarnados, donde se cuenta, sin adornos ni veladuras, el despiadado funcionamiento de la maquinaria y sus efectos en los reclusos, el hambre, el frío, los trabajos, los castigos que aniquilan la resistencia de los confinados hasta convertirlos en seres alienados que sólo piensan en sobrevivir a cualquier precio.

La importancia histórica de la novela es incuestionable, pero no cabe pasar por alto su calidad literaria. Porque más allá de su carácter de evidencia testimonial del horror estalinista -que anticipa el exhaustivo recuento consignado en Archipiélago Gulag- y del ejemplo de dignidad moral ofrecido por el entonces desconocido superviviente, Un día en la vida de Iván Denísovich es un excelente relato que mantiene intacta su fuerza, alejada de todo patetismo, y su poder conmovedor. El modo narrativo de Solzhenitsyn sigue una técnica como de documental, concisa, fría, desapasionada. Es la descripción de los hechos, no la construcción de personajes, lo que interesa al autor, que se sirve de un estilo llano, directo, contundente, plagado de frases coloquiales y de expresiones intraducibles de la jerga penitenciaria, pues como ocurrió en los campos nazis la experiencia del Gulag creó todo un léxico infamante para describir la sórdida realidad del universo concentracionario. El retrato de esa realidad asfixiante, un verdadero infierno habitado por gentes humilladas y sometidas a las arbitrariedades de un poder inhumano, es lo que da a la novela, como en la célebre trilogía de Primo Levi, universalidad y vigencia. No hay ficción, sólo verdad desnuda y doliente.

Según el argentino Juan José Sebreli, fueron el historiador suizo Jacob Burckhardt y el escritor normando Barbey D'Aurevilly quienes crearon, quienes ahorman definitivamente la dilatada imagen del héroe, del rebelde, del idealista solitario, que luego Nietzsche llevaría a un colofón de romántico y airado -el super-hombre nieztscheniano-, de tanto éxito durante el XIX y gran parte del XX. En efecto, Burckhardt y sus condottieri renacentistas, y D'Aurevilly con su abate de la Croix Sant-Jugan y el caballero Des Touches, prefiguran al personaje equívoco y altivo del maldito: bien sea el maldito real, como Lord Byron, bien el maldito literario, donde aún continúan su amarga singladura el Maldoror de Lautrèamont, el Bradomín de Valle o el insidioso Pechorin de Mijail Lermontov.

Sea como fuere, en este Comediantes y mártires de Sebreli, la pulsión estética de aquellos maudits ha dado paso a la pasión, entre fabulosa y mítica, del triunfador solitario, del lumpen coronado por los dioses, y todo como señal de salvación y rubro de los elegidos. La espesa y brusca mitificación de Evita, de Gardel, del Che y de Maradona, sirven aquí a Sebreli para hacer una dolorida y sorprendente divagación sobre la naturaleza humana: Gardel, convertido en alma viva, en encarnación verídica de la patria austral; Evita, arribista conservadora y autoritaria fría, alzada al martirologio de las izquierdas; el Che, aquel fotogénico Ernesto Guevara que inmortalizó Korda, transformado, gracias a la contra-cultura de los 60-70, de aventurero errático y matarife entusiasta, a seudo-Cristo de todas las revoluciones; y Diego Armando Maradona, aclamado como voz del pueblo y hombre a la contra, aún tras conocerse sus innumerables connivencias con el poder, que aún lo sigue salvando de la ruina, la suspensión y el oprobio. ¿Qué empuja a las masas en esta búsqueda del hombre providencial, de la cabeza solitaria, del genio puntual y el guía preclaro? Para Sebreli, tal vez se trate de la necesidad de asegurarse una realidad maciza: la identidad nacionalista, el sueño totalitario, etcétera. Tal vez se trate, repito, de aquel miedo a la libertad que postuló Erich Fromm tras la hecatombe del nazismo y las devastadoras ideologías de masas. En cualquier caso, frente a estos Comediantes y mártires del ensayista porteño, nos hallamos ante una mixtificación, ante un engaño, ante una dolorosa derrota (la derrota de la razón y el libre discurrir del individuo), donde unos quieren ver lo que no hay y otros se alzan sobre el limo como ridículos dioses de barro.

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