Cultura

El tiempo amarillo

Se reúnen aquí cuatro novelas cortas de Ismail Kadaré, la mayor de las cuales, y probablemente la mejor de ellas, da título al volumen que ahora comentamos, Cuestión de locura. Para los lectores de sir Steven Runciman, Claudio Magris o Sándor Márai, nada de lo recogido en estas páginas les puede resultar ajeno: se trata de la vasta y polimorfa herencia que el Imperio Otomano, el Imperio de la Sublime Puerta, dejó en las tierras de Centroeuropa (la cuenca del Danubio glosada por Magris), así como en ese cuerno meridional formado por Grecia, Albania y la antigua Yugoeslavia. Si a esta herencia secular le sumamos las décadas de comunismo en Albania, el atavismo de las costumbres que recoge Kadaré, más una vaga desesperanza teñida por la ironía, podremos hacernos una idea cabal de la singularidad de este notable escritor, cuya cualidad esencial es la intensa percepción del tiempo, junto con otras magnitudes ajenas al ideario de la Guerra Fría: la familia, la tradición, la tibia compañía de la lengua propia.

No obstante lo dicho, la obra de Kadaré no viene tintada por la melancolía, tan propia de otros escritores del XX centroeuropeo. No en vano, el curso de dos guerras dejó en aquellas tierras cantidades inasumibles de tristeza y un innúmero rimero de muertos ilustres. Por contra, la obra de Kadaré viene sustentada en una incontenible, en una desvergonzada y juvenil alegría. Ninguna autoridad (política, familiar, histórica), queda a salvo de esta mirada inocente, ferozmente humana, que Kadaré desliza sobre los vivos y los muertos con la insistencia y la mala fe de un niño malicioso e imperturbable. De igual modo que las miserias familiares se airean con naturalidad en Cuestión de locura o La estirpe de los Hankoni, en Días de juerga nos encontramos con un relato dadaísta donde dos jóvenes airados despiertan la codicia y la sospecha en todo un pueblo. Tal vez, la novela más sombría que se recoge en este volumen sea El desprecio; no obstante, es el peso de la tradición, la intimidad con el folklore, la cotidiana voz de los antepasados ("que los muertos entierren a los muertos", había escrito Marx, pensando en la raíz de la ideología conservadora), lo que modula y caracteriza a los personajes de Kadaré. Personajes llenos de secretos, transidos por la perplejidad y el asombro, también por una suerte de felicidad inconsecuente, que un día cruzan la anchura del mundo y luego vuelven, para siempre, a la ceniza.

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