Análisis

Juan A. Moya

JÓVENES OPERARIOS DE LA BUENA NOTICIA

Hay palabras que inmediatamente evocan sentimientos. Para bien o para mal, no pasan inadvertidas ni son neutrales en modo alguno. A veces la misma palabra puede despertar, en muchos, emociones contrapuestas. Juventud, es una de ellas. No es de extrañar que una sociedad que va envejeciendo a un ritmo alarmante mire a los jóvenes a la vez con entusiasmo y desconfianza, con expectativa y con decepción; moviéndose así entre el recelo, la frustración y la esperanza, ya que si una parte de los jóvenes de nuestro tiempo -y su actitud ante la vida- causan auténtica preocupación e incertidumbre, también hay jóvenes preparados, comprometidos, responsables, laboriosos, creativos y valientes, capaces de generar confianza en el futuro y en las personas.

Aquellos que han sido formados en la fe cristiana y han conocido a Cristo; la buena noticia de su muerte y resurrección -que es salvación para todos-, cuentan con los resortes necesarios para dinamizar el mundo con la fuerza transformadora e irrefrenable del Evangelio, aportando a la existencia humana la necesaria perspectiva sobrenatural, que hace posible encontrar el verdadero sentido de la vida y hacer de ella una ofrenda y un itinerario tan dichoso como plenificante.

La resurrección que Jesucristo, que da nombre a este primer domingo primaveral de luna llena, y que es celebrada de un modo singular por los cristianos cada domingo del año, suscita en los creyentes una actitud vitalista, entregada, renovadamente comprometida, optimista, alegre e ilusionante, alejada del miedo, de la desidia y del desencanto. Porque la intensidad de la vida nueva en Cristo glorioso, por la acción del Espíritu Santo, impulsa indefectiblemente a trabajar para que la verdad, la justicia, el amor y la paz sean una realidad que se vaya extendiendo por todas partes y vaya calando profundamente en el corazón de cada hombre y de cada mujer.

Efectivamente, con Jesús, el Señor,"el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande, a los que habitaban en tierra de sombras y de muerte una luz les brilló" (Mt 4,12). Dios mismo, en la persona de su Hijo, ha asumido nuestra naturaleza débil, vulnerable e inconsistente, y por su pasión, muerte y resurrección -el gesto más extremo e inefable de su amor por nosotros, ha conducido al género humano hasta la eternidad en la que Él habita, abriendo de par en par las puertas a la Vida. Por eso, el acontecimiento que celebramos es propiamente una Pascua. Se trata del paso de la esclavitud del pecado a la libertad que da la gracia divina: el paso de la oscuridad de la muerte al fulgor radiante y diáfano de la Resurrección. Este hecho es tan trascendental, de tal alcance y envergadura para los hombres de toda época, raza, lengua o nación, que su anuncio y difusión no admite demora ni limitación de ningún tipo. El testimonio de los Apóstoles, con su dedicación total, su proclamación a tiempo y a destiempo y su aplomo hasta derramar la sangre, nos muestra cómo el que ha tenido experiencia de encuentro con el Señor resucitado, siente la necesidad irresistible de de darlo a conocer al mundo entero. Hoy en día sigue habiendo muchos jóvenes que se han encontrado con el Resucitado y se saben llamados por Él a anunciar el mensaje de la fe, la Palabra de Dios, la vida nueva de Cristo, convirtiéndose así en operarios de la Buena Noticia

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