Análisis

FraNCISCO g. lUQUE rAMÍREZ

La casa del Barrio San Luis

El hogar de mis abuelos era parada obligatoria cuando salía de cubrir un partido en El Seminario

De crío no solía estar nunca atento al día en el que vivía, no era capaz de saber si era 5 o 24, pero cada mes tenía como referencia una serie de fechas señaladas que me servían para intuir, más o menos, cuanto quedaba para pasar al siguiente. Día de Reyes, San Valentín, Semana Santa, algunos cumpleaños de familiares o amigos... Eventos específicos que me permitían tener una idea de en qué jornada mensual del calendario me encontraba. Era muy despistado como para llevar la cuenta día tras día y demasiado perezoso para mirar al almanaque de la Parroquia de San Antonio de Padua que siempre estaba colgado en la pared de nuestra vieja cocina, entre una bolsa de tela tejida por mi madre en la que se guardaba el pan y un gran reloj redondo de agujas. Una de esas fechas orientativas era el fin de semana de las fiestas del Barrio San Luis, a mitad de junio. Eran como un anuncio celestial de que el verano estaba a la vuelta de la esquina. Y allí, en la acogedora casa de mis abuelos, los Ramírez Doucet, en la calle Menéndez Pidal, soñaba con las inminentes vacaciones del colegio. Desde la ventana, junto a mi abuela Teresa, me quedaba embobado por la noche viendo las luces de los cuatro cacharricos de feria que ponían justo en la plaza que hay entre las calles Alondra y Mirlo, donde solía pasear con ella durante mi estancia allí. Por la mañana siempre me dejaba preparado un vaso de leche con colacao, unos churros y algún que otro pastelillo. Irremediablemente, me fui haciendo mayor, y dejé de ir a las fiestas de su barrio, pero esa casa, en la que unos Reyes Magos me regalaron mi primer balón del Athletic, firmado por Julen Guerrero, siguió siendo mi refugio durante muchos domingos, cuando me pasaba la mañana en el viejo campo de El Seminario o en Los Molinos, haciendo crónicas de partidos. Después de cada uno de ellos, allí estaba mi abuela, deseando darme cobijo durante unas horas para que su nieto volviera a la redacción con el estómago lleno. Los momentos con los abuelos siempre quedan grabados. Gracias por cada uno de ellos, abuela Teresa.

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