ES bueno que en una provincia de memoria frágil como la nuestra venga alguien a recordarnos nuestra historia más inmediata. Sólo el tiempo determina qué hechos y sus protagonistas merecen el paso a la posteridad, pues el tiempo, desposeído de los rigores del presente, incluso de sus intereses egoístas, cabalga pausado por entre los años eligiendo aquellos nombres que han de permanecer más allá de la muerte física.

Alfonso Guerra, la semana pasada, desgranó con su peculiar didáctica los entresijos políticos de aquel -dijo- "necesario consenso" para llegar al pacto constitucional que dio origen a la Constitución actual. Y nos habló con esa fina pedagogía política de quien no se ha adormecido con los años porque ni pertenece a esa izquierda que no conoce su pasado y los valores que lo sustentan, ni pertenece a esa nueva generación política que repite estereotipadamente esos valores y los utiliza como barniz abrillantador de su bajo perfil político.

No sé qué hubiera sido de nosotros sin aquél Olimpo donde habitaban dioses domésticos de "bocadillos" y "cenas secretas" con las que ejemplificaron las más altas cotas de la política para asegurarnos una convivencia democrática. A ellos, a Adolfo Suárez, Felipe González, Carrillo, Fraga, Abril Martorel, Alfonso Guerra y los ponentes constitucionalistas del 78, les debemos gratitud y reconocimiento porque hicieron posible el espectacular desarrollo que hoy vivimos. Unos supieron reflejar a través de un texto los surcos cultivados de lo que los españoles deseábamos y otros, despojados de ataduras, interpretaron lo que somos actualmente. Unos, sin olvidar el pasado, plantearon estrategias de futuro, sin pudor y con determinación; otros, que gobernaban entonces, constaron las limitaciones del principio realidad aplicada a la política y supieron tener visión de conjunto para aceptar de aquéllos sus propuestas, a pesar de las presiones de los entonces llamados poderes fácticos.

Gracias a ellos los jóvenes estudiantes de entonces comprendimos que Lorca no murió fusilado a manos de aquellos insensatos, ni Miguel Hernández murió olvidado en la cárcel, ni Machado padeció la soledad de un paisaje sin olivos, ni nadie cercenó la vida de nadie, ni nadie murió inútilmente porque los hijos de la insensatez fratricida de uno y otro bando colocaron los intereses ciudadanos por encima de cualquier estrategia partidista y electoral.

Por eso, oportuna y necesaria fue la lección de Alfonso Guerra la semana pasada a un público de frágil memoria. Sus reflexiones invitaron a pervivir, una vez más, el eco de aquellos nombres grandes de la Historia. Esa noche soñé con la grandeza de la democracia y de la eternidad que en ella habita.

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