SOMOS los hombres y mujeres que lucharon previamente para hacer posible la democracia; somos de esa época de la transición y esa es nuestra patria primera que define el pie de página de nuestra identidad, las bases de lo que somos, identificados en un modelo de interpretación política de la realidad, basado en valores de justicia social e identificados con conceptos incluyentes de ciudadanía que con patriotismos excluyentes.

Pero el tiempo nos ha dejado victorias que derrotan. Vicios, debilidades, costumbres que creíamos extinguidas hace años, muros en el camino que, sólo con encontrarlos suscitaron cansancio y desaliento, abortando hasta el natural deseo de empezar una nueva renovación. Participamos en la vida política creyendo que lo virtuoso era la fidelidad a los valores, a los credos, a la palabra dada. Permanecimos a pesar de las tentaciones y los obstáculos. Hasta el final, sin extraviarnos por caminos fáciles, ni caer en las trampas de la vida política, aquellas que enredan hoy a tantos, capaces de compadecer y condenar al mismo tiempo.

Crecimos con la justa ambición política y poco más, y nos hemos mantenido a estirones siempre apoyados por el frágil techo de la lealtad y la sombra alargada de herencias planchadas por esfuerzos propios y traiciones varias.

Luego nos empapamos de esa cultura política donde el esfuerzo personal se convirtió en el drenaje de la recompensa inmediata en un mundo donde tú eres sólo tú, donde el esfuerzo físico se convirtió en el bien más preciado donde nada vale lo que vale, donde nada vale lo que te dicen que vale. Con lágrimas, caímos y abrazamos lo que juramos combatir, servir al ciudadano sin mirarle, virar el rumbo hacia planteamientos extraños donde las estrategias inmediatas son parches, donde la política sin alma es parche y el presente hueco es un parche, ante el que nadie parece rebelarse.

Y aquí andamos, a treinta años de la transición democrática, navegando en un mundo herético de animales políticos, versados ya en el arte de traicionar y reinventarse, sabedores ya de que la fidelidad es la gran deslealtad, pues no hay verdad que al tiempo no esclavice ni divorcie del espíritu que la alumbró. Ya no parece existir escape racional cuando se es más que razonable. Aquella generación fue tan soñadora y racional como ésta, tan válida como cualquiera, aunque se que con el paso de los años todos hemos sido contagiados por esta maldita enfermedad del pragmatismo político vigente de creer sólo en lo justo, sin compromiso, temerosos de que nunca llegue el día en el que además de no creer en nada, nada sienta.

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