Breve historia del Otro: Goethe

Sea como fuere, cuando llega a Nápoles, Goethe no sólo espera ver el mundo intacto de Pompeya y Herculano, sino la piedra arcaica, solemne, intemporal, que aún se alza en Paestum. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando el consejero Goethe visita las prospecciones de Pompeya, iniciadas por el español Alcubierre en el año 48? El domingo 11 de marzo de 1787, Goethe escribe sobre la “extraordinaria y un tanto desagradable impresión que nos causó esta ciudad momificada”

El propio Goethe lo confiesa cuando lleva dos semanas en Venecia. Durante años ha sentido cierta prevención, un malestar difuso, brusco, innominado, hacia la cultura clásica. Allí recordará que Herder se reía de su ignorancia del latín, apenas saludado en las páginas de Baruch Spinoza. Una vez en Italia, sin embargo, Goethe recupera su amor infantil por la Antigüedad pagana. Y no sólo por ella; también por una claridad soñada desde las brumas de Weimar. Como Winckelmann, como Angelika Kaufmann, Goethe trae consigo una idea muy precisa de la paganidad, que quizá no coincida con lo que hoy sabemos de tal periodo. El hecho mismo de que su Viaje a Italia venga subtitulado con la frase del Guercino –¡Et in Arcadia ego!–, luego utilizada por Poussin, nos sugiere ya una idea de recuperación, de regreso al Edén, que antepone la melancolía a cualquier gesto de conocimiento. Acaso todo el siglo XVIII gire sobre este error. Un error que es hijo de la erudición y no de su contrario.

El Guercino pinta su Et in Arcadia ego a instancias del papa Rospigliosi, Clemente IX, sobre 1621. Probablemente fuera el mismo pontífice quien sugiriese, no sólo el lema, sino la intención última que alberga el cuadro. Ahí, los pastores que contemplan una vieja calavera han comprendido algo en apariencia absurdo: también en la Arcadia, aquella Arcadia hospitalaria y fértil que ideó Virgilio contra toda evidencia, reina la muerte. Y es la muerte (su recuerdo, su amenaza, su proximidad), quien debe conducir los pasos del hombre sobre el mundo. En Poussin, sin embargo, hay una idealización de la Arcadia, una traslación de la mirada hacia el ayer dorado de los griegos, que no estaba en el Guercino. Vale decir, lo que era una admonición piadosa en Clemente IX, ahora es un sencillo, y quizá irreligioso, gesto de nostalgia. Pues bien, a esta Arcadia de Poussin es a la que se refiere Goethe cuando entra en Italia en septiembre de 1786. Una Arcadia que tiene el contorno y la extensión del país de Dante, pero que, sin embargo, guarda alguna decepción y una terrible sospecha.

Los cantos de las mujeres venecianas, en la oscuridad de los canales, sugerirán a Goethe la forma sin forma del misterio. O dicho en el lenguaje estético de aquella hora: despertarán en el viajero una idea difusa, indiscernible aún, de lo romántico. No así la adusta ancianidad de Roma. En Roma, el consejero Goethe busca “la noble sencillez y la serena grandeza” que Winckelmann ha atribuido al arte de la Antigüedad dos décadas antes. También cierta idea de la magnificencia, de la grandiosidad (de “lo sublime”), que el XVII ya había descubierto en el Longino, pero que sólo el XIX llevará a un extremo, ayudado por la vertiginosa umbría de un arquitecto veneciano del Setecientos: Piranesi. Sea como fuere, cuando llega a Nápoles, Goethe no sólo espera ver el mundo intacto de Pompeya y Herculano, sino la piedra arcaica, solemne, intemporal, que aún se alza en Paestum. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando el consejero Goethe visita las prospecciones de Pompeya, iniciadas por el español Alcubierre en el año 48? El domingo 11 de marzo de 1787, Goethe escribe sobre la “extraordinaria y un tanto desagradable impresión que nos causó esta ciudad momificada”. Doce días más tarde, cuando se trate de describir Paestum, el escritor confesará que “estas masas de columnas en forma de conos truncados y tan juntas unas de otras nos producen un efecto desagradable, incluso repulsivo”. Lo cual nos lleva a preguntarnos qué es lo que buscaba, qué es lo que esperó Goethe de estas piedras, tan inhóspitas y desagradables a sus ojos. Veinte años después, Creuzé de Lesser escribirá que “Europa acaba en Napoles. Y acaba más bien mal. Calabria, Sicilia y todo lo demás ya es África”. Probablemente, es sobre esta actualidad decepcionante (la Arcadia inolvidable, el hoy mezquino) sobre la que quizá bascule la incomprensión y el desprecio del autor de Wherter. Pero también hay algo que el propio escritor confiesa, y que tal vez sea la base misma de la explicación buscada. “Sin embargo –continúa Goethe–, pronto me acordé de la historia del arte, pensé en la época cuyo espíritu armonizaba con esta arquitectura, me representé el severo estilo de la escultura, y en menos de una hora me sentí familiarizado con mi entorno...”. ¿Podríamos concluir, entonces, que Goethe se dejó llevar por una suerte de ceguera, de estupefacción, que le impedía ver lo que tenía delante? En rigor, estamos ante el caso contrario. Para ver lo que finalmente vio, Goethe ha tenido que volver, no a una observación más minuciosa de las ruinas, sino a cuanto ha aprendido, a cuanto ha soñado, a cuanto la especulación alberga en las páginas de Winckelmann y Herder.

Obviamente, este es un fenómeno común a cualquier hombre. Y sin embargo, hay algo que nos separa del consejero Goethe y de su desazonante repulsión ante la piedra soñada. Para Goethe y su siglo, y también para las primeras décadas del venidero (recuerden al Jacques-Louis David que escribe La Antigüedad como patria y pinta El juramento de los Horacios; recuerden, no sólo el imperio napoleónico, sino el estilo imperio que seguirá, estéticamente, a tal aventura); para la época de Goethe, repito, esa totalidad indivisa de la Antigüedad no es sólo un ejemplo cultural, sino un modelo político. La Antigüedad es, de algún modo, una prospección y una horma del Futuro. No obstante, cuando el escritor se encuentre ante la piedra milenaria de Paestum –será sólo un relámpago, una sombra, un breve sospecha– habrá comprendido ya dos cosas: la superioridad de su siglo y la vasta soledad –-¿et in Arcadia ego?– que de ahí se deduce.

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