Torre de los espejos

Juan José Ceba

Congreso de rebuznos

EN mi pueblo quieren recuperar las ferias de ganados, que es tanto como atrapar los años y los recuerdos que se escapan. Rescatar la infancia, que vuelva al cauce de su rambla, al lecho donde se levantaba el portentoso Congreso de Rebuznos, con las voces cruzadas de los más buenos, nobles y hermosos seres de la creación: asnos, mulos, yeguas, potros, bueyes y caballos, sofistas y oradores inquietos, trotando al lado de mi casa.

Es hora ya de agradecerles cuanto adentraron en mi ser: uno de ellos, un deslumbrante caballo blanco me regaló el asombro y, me puso a la entrada misma del poema y la escritura, el día que vino a verme al dormitorio, niño enfebrecido por la cama que, desde su visita ya fue otro, aventurado en mi país, por donde lo imposible podía hacerse real y tomar cuerpo.

A mi vivienda de alquiler, cada seis meses, en bulliciosos mayos y noviembres, venían los feriantes, con sus anchos blusones negros.

Llenaban las cuadras con imponentes animales, tiraban sus mantas en el suelo de la cocina y, recostando sus cabezas en las albardas o sillas de montar, entregaban al sueño sus cuerpos de greda. Nos despertaban muy temprano sus voces y los cascos del ganado resonando en el pasillo de piedra. A su regreso de la feria, los niños les escuchábamos, hipnotizados, sus historias.

Desde la terraza de mi otra casa, en Albox, justo al borde mismo de la rambla, teníamos un mirador excepcional, para observar todo el trajín de tratos, enfados fingidos, huidas fugaces -que formaban parte del gran teatro de la compraventa de los equinos- la observación meticulosa del ganado, los trotes de prueba y, las manos selladas, que cerraban un acuerdo, cuya divertida puesta en escena fue -durante décadas para nosotros- una sabrosa comedia humana.

Ahora intentan recuperar aquella feria de yeguas y caballos de fina y exquisita figura; o de rucios -angélicos- en trance de desaparición; como una vuelta, emocional, a la relación comercial más humana, ya una reliquia de otros tiempos.

Y en todo ello, la justa necesidad de considerar la valía e inteligencia de un ser tan denostado como el burro, de quien la especie trastornada y, el animal político en especial, tendrían que aprender nobleza y entrega sin reservas, en un curso acabado de resistencias y valores.

Aquellos asnos que traían el agua para un lugar sediento, cercado de montes calcinados. Que acudían llevando las frutas y verduras al mercado. Que cargaban con el peso de mercaderes y feriantes. Y que fueron, en fin, ángeles veladores de mi pueblo.

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