Decadencia y fin del monoteísmo

La comunidad humana ya no se conforma con la fábula irracional, persigue una explicación lógica del mundo

Según Augusto Comte, el gran pensador francés positivista del siglo XIX, hay tres estados de la inteligencia humana, que revelan otras tantas formas de acercarse al conocimiento del mundo e intentar dar respuestas a los enigmas de la naturaleza. El primer estado es el teológico, que recurre a la narración mítica o fabulada en su búsqueda de explicaciones; el segundo es el metafísico, apenas una transición para llegar al científico, propio de las sociedades avanzadas, con un grado de desarrollo técnico e intelectual muy elevado. El pensamiento de Comte ha de enmarcarse en el contexto histórico posterior a la Revolución Francesa y al optimismo por la conquista de una sociedad mejor, más justa e igualitaria, tras la caída del Antiguo Régimen, con una fe inquebrantable en el progreso científico. El punto de partida de este corpus filosófico viene a explicar la inevitable superación del estado teológico, en profunda decadencia desde el inicio de la Edad Moderna y su definitiva aniquilación tras el estallido de las revoluciones y la instauración de la sociedad contemporánea. Para Comte, este proceso de decadencia se inició con el desarrollo de las confesiones monoteístas. Los politeísmos se sustentaban en narraciones donde la imaginación era la herramienta fundamental; se asociaba un dios para cada fenómeno de la naturaleza con sentimientos y pasiones muy humanas, en un ámbito de irracionalidad pura. Los dioses de los politeísmos actuaban caprichosa y arbitrariamente, igual que los humanos que los habían imaginado. El monoteísmo, en cambio, busca una mayor racionalidad en sus argumentos, persigue una lógica interna del mundo, unas leyes universales, aunque estén dictadas por un solo ser, una sola inteligencia superior. La comunidad humana ya no se conforma con la fábula irracional, persigue una explicación lógica del mundo; en este contexto la decadencia del dios único, todopoderoso e inexcrutable, avanza inexorable. De poco sirven sus leyes rectoras si el hombre no acierta a ver su razón. La imagen de este dios se torna, inevitablemente, injusta, caprichosa y arbitraria. Es el principio del fin; el hombre ya no necesita a Dios porque no recibe sus explicaciones cuando se las pide, de nada le sirve en su proceso de intentar conocer. Y de otra parte, la autoconciencia de la propia dignidad lleva al hombre a alejarse definitivamente de un dios que nunca responde por las injusticias del mundo.

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