Frío

Y es que tiene el frío el encanto recogido de la casa templada con los braseros de piconilla bajada de la jara

Hace el frío como que llega, aunque por más que amaga parece que no termina de llegar nunca. Cómo estará el asunto que Mario amenaza que si todo sigue así quiere irse a pasar las Navidades a algún lugar del norte donde el horizonte amanezca teñido de blanco, a uno de esos lugares donde las palabras tienen que hacerse hueco entre la estructura de vaho que exhalan las gargantas antes de quedarse definitivamente mudas. Donde el helor, como cuchillas, corta las yemas de los dedos y se aprieta en el pecho, allí donde se anudan las bufandas. Uno de esos pueblos forrados de casas de piedra, con tejados a dos aguas perfilados con pizarra y chimeneas altas y delgadas de las que brota un delgado hilo de humo. Edificios prensados unos encima de los otros, casi aturullados, con calles estrechas de piedra porticadas con soportales en los que brilla en la penumbra del día la luz tamizada de un farol adornado con forja. Edificios con grandes ventanas de cristal desnudo, sin cortinas, en los que se puede oír tímidamente cómo el agua resbala por las entrañas de los canalones que se encaraman por las paredes cubiertas de verdín, para desembocar en los arriates yermos en los que se yergue el tronco disecado de lo que tuvo que ser en su día una flor. Ríos con agua bullendo de orilla a orilla, árboles gruesos y espigados a los que, desde el suelo verde y húmedo, trepan las ardillas, espantadas por el ruido que se escucha al enredarse el viento entre sus ramas, o el que se escapa cuando crujen las hojas muertas al andar sobre los caminos alfombrados por el otoño. Y es que tiene el frío el encanto recogido de la casa templada con los braseros de piconilla bajada de la jara, de los pies descalzos sobre la tarima bruñida de madera, de los caldos apretados entre las palmas de las manos, sorbidos a buches pequeños en tazas de loza. De las alacenas reventadas por los fiambres de la matanza. De las gachas con tostones y el arroz con leche decorado con la cantidad exacta de canela y las madalenas con ralladuras de limón y azúcar tostado recién horneadas. El frio evoca una voz que se susurra desde el otro lado de una mesa camilla, o una cabezada inevitable sobre el cojín de lana trenzado a mano que apoya en el costado de tu madre, mientras, entre las enaguas, despunta alguna llamarada entre azul y colorada a la que le sigue el leve estremecimiento de una ascua incandescente y mágica.

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