República de las Letras

Guitarra viva

Cincuenta años después rindo homenaje a quienes despertaron en mí esa inquietud, mantenida hasta el día

Recuerdo muy bien cómo empecé a interesarme por la guitarra. Fue en el Club Juvenil que, auspiciado por el párroco de San José, don Antonio Sánchez Segovia, hombre de gran inquietud social, funcionaba en la Calle Molino del Barrio Alto ofreciendo a los adolescentes de la zona un lugar al que ir, un sitio donde reunirnos de forma sana y natural. Era fines del 67 o principios del 68. En el local ensayaban Los Meles. Algunos amigos presenciábamos sus ensayos y admirábamos la batería Ludwig de Carlos Oliver, la guitarra Fender Stratocaster de Juan Camacho, el bajo Hofner -como el de Paul McCartney- de Juan Muñoz o la fantástica leyenda que contaba el cantante, Quique Morales: al parecer, un día de 1966 lo atropelló la limosina de John Lennon y su esposa Cynthia por la Carretera de Sierra Alhamilla. En aquel club, una noche, un amigo de la escuela de don Simón y del Instituto, Manolo Rubio, llegó con su guitarra y comenzó a tocar "Los ejes de mi carreta", que en versión de Los Albas estaba muy de moda en los bailes del Casino o los Dominicos. Me acordé de que yo también tenía una guitarra, una pequeña con cuerdas metálicas que unos años antes me había comprado mi padre en la tienda de Richoly de la Calle Hernán Cortés y tenía olvidada en casa. Manolo me invitó a traerla al Club para enseñarme aquella canción. Se tocaba con sólo dos acordes, La menor y Mi (ni siquiera Mi 7ª) y un ritmo machacón con la mano derecha, sin intro, ni solo, ni nada semejante. Fue toda una revelación para mí. También me enseñó a afinar la guitarra, pero no con el método del traste V, ni con diapasón, sino tocando el bajo de "La tierra de las mil danzas" (Los gatos negros, 1967). Durante muchos años seguí afinando la guitarra así, y me fue genial. Ya no vi más a Manolo, que se dedicó al baloncesto, pero yo seguí aprendiendo a mi manera canciones de los Brincos, Fórmula V, Adamo, Bee Gees… Y los domingos nos íbamos los amigos -Ángel, Juanjo y Paco, éste ya fallecido- a la Alcazaba a tocar y cantar. La nochevieja del 68 estuvimos toda la noche cantando y grabando en un magnetofón -así decíamos- que nos prestó Leo (Casa Puga). Ni una sola copa; muchos Celtas cortos, eso sí. Ahora, casi cincuenta años después, he vuelto al estudio de la guitarra y he querido rendir homenaje desde aquí a todos aquellos que de una manera u otra despertaron en mí esa inquietud, que he mantenido hasta el día.

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