AL trágico desenlace con el que culminó la desaparición de la niña Mari Luz se ha unido el conocimiento en estos días de una incomprensible serie de errores y negligencias judiciales con respecto a la persona de su presunto asesino. Condenado en repetidas ocasiones por delitos relacionados con la pederastia y abusos sexuales de menores, el individuo en cuestión no sólo no estaba en prisión, cumpliendo las condenas impuestas, sino que se movía con total libertad. Precisamente por esta completa impunidad pudo volver a delinquir contra una menor y, esta vez, con los irreparables resultados que todos conocemos.

Es en este lamentable contexto en el que, como sucede en estas dramáticas ocasiones, vuelven a plantearse cuestiones capitales para nuestro sistema judicial. Por un lado, al reivindicarse desde algunos sectores (entre ellos, nada menos que por el portavoz del Consejo General del Poder Judicial) la introducción de la cadena perpetua para estos delitos. Por otro, abogando por una mejor y más eficiente prestación de los servicios judiciales. Empezando por esta última cuestión, una vez más hay que poner de manifiesto la estructural situación de precariedad de medios en la que se encuentra la Justicia española, situándose por debajo de unos estándares cuantitativos y cualitativos similares a los existentes en los países de nuestro entorno.

El hecho es que, sin rebajar ni un ápice la responsabilidad en la que haya podido incurrir el juez que no mandó ejecutar la sentencia de prisión contra el presunto culpable de la muerte de Mari Luz, lo cierto es que el poder judicial no cuenta por lo general con medios suficientes para el desempeño de sus tareas. No sólo se necesitan muchos más medios materiales y personales sino, igualmente, una más racional y eficiente utilización de los mismos. Debe tomar nota de esta insatisfactoria situación el Gobierno en ciernes, situándola como una prioridad fundamental de su actividad para la nueva legislatura.

La reflexión que impone el debate sobre la cadena perpetua, por su parte, nos sitúa en un plano más complejo, conectándose con la función social que corresponde a las penas privativas de libertad en el Estado democrático. Siguiendo las pautas inspiradoras del Derecho Penal contemporáneo, el artículo 25.2 de la Constitución española afirma que aquéllas "estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados". Así pues, la estancia en prisión no se concibe como un castigo basado en un espíritu de venganza, sino como un castigo instrumental; esto es, como un medio a través del que conseguir un fin primordial: que el delincuente se rehabilite como tal y pueda volver a formar parte de la sociedad como un ciudadano más (reinserción). Desde tal perspectiva, dudo mucho que la cadena perpetua tenga cabida en nuestra Constitución. Es más, considero que el mismo concepto de reclusión vitalicia implica en sí mismo la negación de cualquier posibilidad de reinserción social del delincuente. Por no olvidar el dato empírico de que allí donde se aplica (como los Estados Unidos) no actúa como elemento determinante en la disminución de la tasa de delincuencia.

Cuestión distinta, aunque no exenta de polémica, es que en relación con determinados delitos que causan una alarma social cualificada cuyas víctimas son menores y mujeres, se plantee la necesidad de que los condenados cumplan íntegramente las penas impuestas. En estos casos, la función rehabilitadora no desaparece sino que se plantea a más largo plazo, rodeándose de un margen de verificación más exigente. Dicho esto, sin embargo, no puede ignorarse la lamentable situación en la que se encuentran las prisiones españolas y que, por lo general, no hacen sino cuestionar la función reeducadora constitucionalmente prevista. En este contexto de referencia, en la agenda gubernamental debería figurar como tarea preferente abordar una reforma en profundidad de nuestro sistema penitenciario, acercando la realidad existente a los mandatos constitucionalmente formulados.

Así pues, junto con la exigencia de las responsabilidades personales -que deberán ser depuradas con todo rigor- de los jueces y funcionarios implicados en el caso que comentamos, cabe esperar que este cúmulo de errores y negligencias sirva para generar una decidida conciencia entre nuestros representantes políticos para abordar unas reformas que hace ya mucho -demasiado- tiempo que están pendientes. Porque un país en el que la Justicia no logra captar el respeto y la confianza de los ciudadanos se expone a un grave riesgo de deslegitimación democrática.

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