QUIZÁ no haya nadie en este mundo más endiosado que los futbolistas. Antes no era así, desde luego. Tuve la oportunidad de tratar a algunos futbolistas de Primera División de los años sesenta, y no eran los tipos engreídos que son ahora. Recuerdo a dos futbolistas que le pidieron a mi padre -médico deportivo- que los llevara en su coche hasta su casa. Eran los dos centrocampistas del equipo, ésos que los periodistas llamaban la "línea medular" (una expresión que, según pude comprobar, ellos no entendían bien). Durante el trayecto ninguno de los dos se atrevió a abrir la boca. Llevaban la corbata con el nudo mal hecho y la barba mal afeitada. Cuando llegamos a donde vivían, ese lugar que ellos habían llamado su "casa", me sorprendió descubrir que aquellos dos jugadores (Robles y Parera, Dios sabe qué habrá sido de ellos) vivían en un apartotel de tres estrellas de un barrio tranquilo. Yo había imaginado una vida de lujo y de descapotables, mujeres guapas, martinis, piscinas, todo eso. Me encontré con una vida muy parecida a la del director de un banco.

Pero eso, claro está, ya sólo pertenece al pasado. Cualquier futbolista actual se siente con derecho a mirar por encima del hombro a todo el mundo. Hay excepciones, por supuesto, pero no suele ser lo habitual. Por eso me sorprendió conocer, gracias al traumatólogo Antonio Ojeda, al futbolista Oumar Kanouté. Fui con él quince minutos en su coche, hablando de Lyon y del futbolista que más admira, George Weah, que ahora estudia Ciencias Políticas en Estados Unidos. Cuando pasamos junto al Guadalquivir, Kanouté vio el castillo de Alcalá de Guadaira y frenó el coche para contemplar el paisaje. "¡Oh!", exclamó, y se quedó un segundo callado, mirando el río y el puente y la lluvia que caía. Después, al bajarse del coche, lo reconocieron los obreros de una obra y todos los camareros del mesón. A sus espaldas se oía el mismo susurro admirativo: "¡Kanouté, Kanouté!". Y aun así, en ningún momento perdió la timidez ni la sonrisa de niño un poco asustado.

Pero fue más tarde, cuando le escuché hablar sobre su proyecto -ya muy avanzado- de crear una "Ciudad de los niños" en Bamako, cuando descubrí la estatura moral de este hombre. "Aquí pondremos la escuela, aquí los huertos -decía moviendo las manos sobre el mantel-, aquí los dormitorios, aquí la guardería". Kanouté hablaba con entusiasmo, con determinación, pero muy despacio, buscando siempre la palabra adecuada. Tres días después lo vi jugar un partido. En medio de una jugada, vi una figura que parecía moverse como si fuera un río discurriendo bajo la lluvia. Y de pronto la figura se elevaba por encima de todos los demás y cabeceaba el balón a la red. Despacio, muy despacio. "¡Oh!".

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios