DESDE hace cierto tiempo llevo observando el curioso fenómeno de cómo la raza humana se ha acostumbrado a convivir con el miedo. Y no me refiero al miedo a algo concreto, a un peligro real o inminente que nos aceche y amenace con riesgo de nuestra vida o integridad física. No. Se trata de algo mucho más sutil, inconcreto y por tanto más difícil de poder luchar contra él.

Creo que muy pocos se libran de esta pandemia. Puede ser miedo a quedarse sin trabajo, a que suba la hipoteca, a que le deje la pareja, a que algo le pase a los hijos, a la gripe aviar, al jefe, a Bin Laden, al cambio climático, a la subida de la hipoteca, a no poder pagar la gasolina, al SIDA, a los pesticidas que nos comemos con la ensalada, a las vacas locas, a montar en avión, a desarrollar un cáncer… En fin, las posibilidades son infinitas. Tantas como seres humanos y como intereses existan detrás de esos miedos. Desde luego, el miedo es una emoción útil. En su justa medida, nos hace ser prudentes y viene a ser la moraleja de una lección aprendida. En determinados momentos, cuando existe un riesgo real, cualquier ser vivo se pone en un estado natural de alerta y se concentra en ese peligro. El miedo es la emoción que nos avisa, nos pone en guardia para que reaccionemos a tiempo y salvemos el pellejo. Y punto.

Entonces, ¿dónde podemos encajar todo este muestrario de sensaciones angustiosas que experimentamos a lo largo del día en multitud de situaciones de normalidad? ¿Cuántas de estas situaciones realmente justifican el estado de ansiedad que nos atenaza con tanta habitualidad que ya le hemos hecho un hueco en nuestras sufridas vidas? Lo cierto es que el miedo es la mejor herramienta de control que existe. De eso sabe mucho el poder, ya sea político, religioso o económico. La mejor forma de tenernos bajo la bota es infundirnos miedo, ya sea al infierno, a la cárcel, a la enfermedad, al dolor… aunque se trate de cuestiones tan remotas como que un ave se resfríe en China. Ese simple hecho hizo que Bayer ganase miles de millones con un medicamento (el Tamiflú) que ya hoy se ha declarado oficialmente inútil para una epidemia que nunca ha existido, pero que hemos pagado de nuestros bolsillos.

Si reflexionamos tranquilamente sobre todos y cada uno de nuestros miedos, encontraremos que los fundamentos son simples quimeras, conceptos impuestos, aprendidos o sutilmente infiltrados en nuestro subconsciente. Pensemos si existen intereses claros que se beneficien de ellos. Tratemos de dejar de ser esas marionetas movidas por hilos invisibles, esas hojas inermes que el viento mece de acá para allá. Comencemos a investigar el origen de esos vientos. Cuando conozcamos las leyes que los rigen, podremos escapar de ellos.

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