La Navidad

Detrás de esa fachada festiva, de consumo excesivo, existe una simbología que sustenta la epifanía de una esperanza

Observamos la Navidad desde el púlpito en el que se asientan nuestras creencias religiosas o desde la claridad de ideas que proporciona la certeza evidente de que no hay más vida que esta que gastamos y, en cualesquiera de los casos, en sociedades como la nuestra, la estética de la misma no cambia: las calles decoradas con luces que cuelgan de las noches abovedadas, el sonido metálico de la música sacra y los coros de villancicos, los ángeles colgando de los frontales de los edificios, de las ramas de los árboles, las campanas suspendidas bajo el muérdago, los Reyes de Oriente o Papa Noel adornando los escaparates, los abetos de plástico, con bolas coloradas, rematados con su estrella de cuatro puntas iluminada en la esquina del salón, o un sencillo Nacimiento, alfombrado con arena, serrín o musgo, encima del aparador. Son días de búsqueda de aquellos que por distintas razones nos son propios, fechas de regresos al encuentro de lugares que nos permiten volver la vista atrás. Momentos para reconocer la alegría pacífica que nos es necesaria para sostenernos en pie, remezclada del regusto triste que proporciona el pensar en los que nos faltan.

Y aunque pienso que, sustancialmente toda virtud encierra en sí misma su propia patología, no me voy a detener en ello, porque hoy me interesa subrayar cómo detrás de esa fachada festiva y jovial, de consumo excesivo, existe una simbología que sustenta la epifanía de una esperanza, la fe de aquellos que, como recordaba Gregorio Marañón, a diferencia de los que mueren para ser enterrados, se creen elegidos para morir y resucitar.

Haciendo abstracción de las creencias que cada uno podamos defender, lo cierto es que la Navidad encierra un mensaje ético y universal de paz, de hermandad, que estamos obligados a mantener, que debemos procurar transmitir a los que nos van a heredar. Porque no es fácil negar la bondad de la luz sobre la oscuridad que se condensa en las tinieblas, de la verdad sobre la palabrería que conjugamos día tras día, del amor limpio sobre el odio encarnizado, del servicio al prójimo, como acto de desprendimiento, sobre la observación de las miserias propias.

Negar la existencia del mensaje navideño, prescindir de su liturgia, de todo aquello que se esconde tras lo obvio, solo puede tener una finalidad: querer sacar rédito de los escombros en los que se movería una sociedad carente de valores.

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