Oliver

Un establecimiento antiguo, tienda con aire de ultramarinos, en el que despachan a granel frutos secos y botellas de vino

En el largo y cálido puente de octubre he vuelto con mi familia a Granada. Regresar a esa ciudad, para muchos como yo, es otra manera de hacerle frente al tiempo, de esperarlo a puerta gayola en el quicio de la plaza, sin más defensa que una copa de vino tinto alzada al aire, para así darle una larga cambiada mientras se mira despreocupado hacia el gentío multicolor que te envuelve. Eso es Granada. Una forma, de vez en vez, de recuperar el impulso que nos movía hace años cuando se veía el mundo de otra manera, cuando la tierra realmente nos era leve.

Este viaje nos hemos quedado en un ático que se alquila en la plaza de La Trinidad, esquina con la calle Tablas. Un apartamento coquetamente amueblado reconstruido en una casa señorial y decimonónica que gracias a Dios alguien decidió rehabilitar y no echar abajo a modo de sepulturero. Desde su azotea se divisan los tejados de los arrabales de la ciudad: calle Puentezuelas y plaza de la Universidad, y de cuantos edificios abrazan a la magnífica e inacabada Catedral. Digno es de comentar el espectáculo que, al atardecer, proporcionan los vencejos. Bandadas tumultuosas de esos pájaros aparecen en el horizonte, sorteando las almunias de la vega y los ya desvencijados secaderos de tabaco, para precipitarse sobre los frondosos árboles de abajo, en un extraño calculado orden, que ni el ensordecedor canto de las aves consigue alborotar.

Justo en la esquina de abajo hay un establecimiento antiguo, una tienda con aire de ultramarinos, en el que se despachan a granel frutos secos y botellas de vino: Oliver. Detenido frente a su cancela de madera, con los postigos echados, me he dado cuenta que resulta imprescindible defender comercios como este, porque en ello les va a las ciudades su identidad. Pasear, por el centro de cualquier capital europea, por delante de los mismos negocios franquiciados o de multinacionales, con su idéntica decoración, similar clientela y los mismos productos y servicios, qué duda cabe, desprovee al barrio de su idiosincrasia, aleja al pueblo de sus costumbres, confundiéndose así lo extraño con lo propio. Y no creo que eso guste ni a los nativos ni a los visitantes.

Ya me despido. Estos días han acabado con un baño en la playa del Zapillo, con el agua cristalina y la arena limpia, nadando hasta la boya, pensando que mañana, quizá, pueda ser un buen día. Aunque seguro que viene alguien y lo jode.

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