La esfera

Ignacio Ortega

Palabras y promesas

CUANDO ahora hace unos años el director de este diario me pidió una columna en "El Almería" yo le envié tres o cuatro folios, entusiástico de escribir en este flamante diario. Me llamó al día siguiente y me explicó que una columna debe ser un latigazo concentrado destinado a despertar el sopor del lector, resumida a golpe de caracteres. ¿En caracteres?, le dije ¿Y por qué no en palabras? No señor, en caracteres, con mínimas palabras, zanjó. Don Antonio Lao separaba a los que escribimos opinión, como Moisés separó las aguas del Mar Rojo, de los que tienen como pasión el oficio de informar, mundos al fin y al cabo unidos por el riesgo de escribir.

Los columnistas, a veces, olvidamos que escribimos para un público al que debemos distraer, provocar o herir. Pero entonces corres el riesgo de que el lector te destripe por un acento. Suele ocurrir. En mis columnas se me han colado adjetivos, verbos, palabras o frases, deslizadas entre párrafo y párrafo. Y sucede que en ese desliz, ¡zas!, te aparece un lector sin piedad que se te acerca como hordas, con navaja de rompe y rasga, te desgaja del contexto un puto acento y te la inocula mansamente en cualquier tertulia de café, como el venenos de la araña a sus víctimas para luego zampárselas con dulzura. El lector desconoce que escribir columnas es un río furioso, convulso, subjetivo, que conduce al escritor hacia un destino ciego y éstos, a su vez, suelen olvidar que si el periódico viviese sólo de informar sería soporífero. Por eso, las opiniones de los que escribimos en este periódico hacen que este río sea navegable, para lucir la libertad de la palabra con orgullo y gratitud.

He compartido opiniones, como un apretón de manos, al lado de Juan José Ceba deleitado con su poética prosa hasta creer ver a Lorca sentado en un banco del Paseo, he flipado con Pedro Asensio mojando la pólvora en vino, he legitimado mis columnas al lado de esa cuadrilla heterogénea y lúcida de José Aguilar e Ignacio Martinez, he caminado unos pasos por detrás de Santano y leído fabular a Ibáñez. Las columnas de todos ellos no provocan la soñarrera de las fotos de los políticos en los periódicos, repitiendo una y mil veces las mismas palabras con las mismas promesas.En las ciudades con sentido de la dignidad le dan importancia al valor de la palabra -la escrita y la dada- y, si yerran, cambian a sus políticos. Pero en esta ciudad parece tener más valor la volátil palabra, de frágil memoria, donde nadie yerra, excepto los que asumen el riesgo de escribir, que el verbo político. ¿Será que la palabra escrita cada día vale menos y por eso el oficio de escribir cruje a causa de los que convierten la política en un oficio de palabras sin pasión, como esa lluvia fina que dulcemente te empapa por fuera sin rozarte la piel?

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