Peregrinos de alquiler

Un postrero curioseo en Internet confirmó que no era broma, sino un gran negocio peregrinacional

No sé qué suelto o reseña se granjeó casi por descuido, mi estupor ante este anuncio de un apócrifo peregrino de alquiler: "2.500 euros por llevar tus plegarias a Fátima" (sic), o sea, ofreciendo impúdicamente liberar a cualquier penitente remolón de su promesa religiosa. Y daba igual si se trataba de vagar por el Camino de Santiago, que de peregrinar a la Meca o procesionar tras el Simpecado rociero. Diferiría el precio, supongo, pero no el ardor del compromisario. Toda suspicacia sobre la seriedad de la noticia la disipó un postrero curioseo en Internet que confirmó que no era broma, sino un gran negocio peregrinacional, ideado por algunos avispados que brindan un exhaustivo bazar purificador para aliviar remordimientos y sosegar conciencias relapsas, con un práctico talante penitencial a través del oportuno transfer bancario, supongo que siempre dios mediante. Y para quienes estamos habituados a bregar entre las infinitas alternativas legales de consumar una buena negociación -porque el arte de negociar lo cultivamos todos, mejor que peor, desde la cuna- recrear mentalmente el ritual y al promitente de este tipo de encomiendas, ya sea a dios o al diablo, e imaginar la negociación de la criatura de turno regateando el precio por el éxito de su milagrillo de ocasión, tiene algo de estrafalario ?y de descacharrante?, aunque bien mirado, resulta al cabo muy penoso. Digo estrafalario porque en estos tratos con la providencia para lograr lo que se anhela, hay por lo pronto una difidencia subliminal muy honda: uno no paga primero y espera a que luego el santo de turno cumpla, qué va: que sea el santo quien cumpla, que para eso es santo, y luego ya cumpliré yo si resulta efectiva la manda. ¡Porque mira que si pago y encima me quedo como estaba! Revela por tanto una fe recelosa, desconfiada sobre la fiabilidad del pacto mesiánico anhelado. También quizá escéptica con el poderío real del santo, o acaso con el prestigio personal para merecer su atención bienhechora, por lo que se refuerza con el incentivo de la ofrenda, cuyo valor hoy vemos hasta tarifado por el intermediario peregrinador. Pero además y sobre todo resulta penoso por el abuso que se atisba sobre esa candidez aun tan extendida entre los más débiles, que se mantiene como reminiscencia ancestral del talante providencialista enraizado en esta cultura, de delegar en otros que los protejan, los exploten y le vivan la vida.

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