Tenía la firme intención de no volver a escribir sobre el problema catalán. Y no sólo por hartazgo, que también, sino principalmente porque, más allá de ingenierías sociales, no pasa de ser un mero intento de golpe de Estado. Frente al propósito cerril de quebrar las leyes no cabe otra reacción que la de hacer prevalecer éstas. Se equivoca, y coopera en el disparate, quien acepta entrar en el juego de debatir causas y motivos. Ahora toca sofocar el incendio.

En ello creía uno que se afanarían los grandes partidos estatales. Craso error. Era poderosa la tentación de sacar tajada y de ahí, de sus frustrantes ruindades, estas inevitables líneas. En tal sentido, no me ha sorprendido demasiado la ambigüedad de Podemos: su no a la secesión viene inmediatamente acompañado de un sí al referéndum; no se trata tanto de atajar la asonada como de encauzarla por vías menos zafias. Para los podemitas, tan rompedores ellos, el concepto de soberanía nacional es una antigualla que, tras los oportunos cambios normativos, debe ceder ante la voluntad de cada pueblo. Poco les importa que su posición aperture un periodo de disgregación creciente: al cabo, siempre será más fácil subvertir el sistema en una España quebradiza y enfrentada que en otra unida y orgullosa de su realidad histórica.

Menos entendible me resulta la vaguedad de Sánchez. Ortodoxo y leal de boquilla, Pedro diríase dispuesto a desconcertar a propios y extraños. A las demandas de concreción sobre la España plurinacional que defiende, su respuesta fue, como poco, peregrina. "Todas las naciones son España", afirmó sin rubor el huero Sánchez ¿Y? ¿Cuántas y cuáles son? ¿Es España una nación de naciones que, a su vez, todas son España? ¿Qué significa ese "al menos" con el que cerró su presunta aclaración posterior? Sublime en el ejercicio de un pertinaz relativismo, Sánchez no quiere estar ni dentro ni fuera. Vende -Susana lo sabe- puro humo. Para comprar tiempo y por intereses personales. Olvidando que ese humo arropa y alienta los dislates separatistas. ¿Le preocupa? Me temo que no. Con la mirada obsesivamente puesta en Moncloa, todo lo demás, incluido el inquietante futuro de su patria, le estorba, complica y enoja.

Añadan al hamletiano Rajoy y a Rivera, el campeón de oratoria, y calculen después cuántas opciones de triunfo nos otorga este equipo de genios. Eso sí, sin llorar, que las lágrimas, estériles y cegadoras, jamás solucionaron nada.

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