Carta del Director/Luz de cobre

Pueblos fantasma

Un reguero de desolación y vacío que rasga el corazón a jirones para los que ven como su pueblo se deshabita

Carmen todavía no ha cumplido los ochenta años. Ha vivido toda su vida en el pueblo. No conoce muchos más y tampoco lo ha necesitado a lo largo de su existencia. Vivía sola, después de enviudar hace casi veinte años. Hace dos comenzó a tener algunos problemas de memoria. Cosa de poca importancia, pues no dejaban de ser pequeños olvidos. Ha seguido haciendo su vida normal hasta bien entrado el invierno. Fue entonces cuando la enfermedad se adueñó de una personalidad arrolladora. Lo que era vitalidad se convirtió en dejadez. La fuerza de la costumbre fue avasallada por la tristeza y la melancolía. Las conversaciones fáciles y distendidas llevaron a la irascibilidad. El sueño fue vencido por la vigilia y el alma se cubrió de olvido. Imposible seguir viviendo sola. Las cuidadoras, incapaces, han dado paso a la decisión más difícil para la familia: una residencia, en la que la atención se multiplica para pasar el resto de su vida, aún jalonada de algún momento de lucidez, que lo invade todo las escasas veces que llega. La casa de Carmen está cerrada. Una más de las muchas decenas que en los últimos años han dejado de tener vida en la Almería vacía. Un problema endémico, agudo e implacable en gran parte de este país, que se padece hasta la crueldad, para aquellos que amamos los pueblos, en una buena parte de los que conforman la geografía provincial. En esta calle no es solo la puerta de Carmen la que está cerrada a cal y canto y que nunca, casi con seguridad, volverá a estar ocupada de forma permanente. El problema es que ha ocurrido lo mismo con la vivienda de Manuel, con la de Manuela, con la de Ascensión, con la de Efigenia, con la de Paco, con la de Consuelo, con la de Pepe... Un reguero de desolación y vacío que rasga el corazón a jirones para aquellos que ven cada día cómo su patria chica, aquella en la que tantos sueños se han generado, se despuebla sin que nadie lo remedie. Y es que cuando no hay vida poco más se puede hacer. Los gobernantes se empeñan en ofrecer servicios que no se usan: un parque infantil donde no hay niños; un centro polivalente para actos sociales y teatro que sólo abre en las fiestas patronales, cuando el pueblo vuelve a la vida con aquellos que un día emigraron. Pero poco más. Aquellos que llevan las riendas de lo poco que queda, aquellos que gestionan la vejez y la senectud de un puñado de abuelos son incapaces de ir más allá de soluciones a corto plazo, tales como ofrecer vivienda gratis a familias jóvenes para que el colegio, si se le puede llamar así con cinco o seis niños, no cierre. Pero hace mucho que olvidaron que sostener la población está en crear el mínimo empleo con aquellos recursos que no suman para que el pueblo crezca y sea una gran ciudad, pero sí para que siga vivo, no solo en la cabeza de los que se fueron y que regresan de vacaciones, sino en el alma de los que permanecen y buscan, desesperados, que las puertas como la de Carmen, sigan abiertas.

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