Sueños navideños

Sin esta entelequia navideña tan absurda e ilusoria, qué frío tan real nos invadiría

La Navidad es un singular fenómeno de la imaginación humana, un festivo milagro social, sin parangón. Acaso el ejemplo por excelencia, pocos hay tan categóricos, que ilustran el inmenso poder de una creencia colectiva que, a pesar de su parvedad en testimonios históricos que acrediten lo que escenifica, pervive tan arraigada y asumida por la comunidad imaginaria de creyentes. Eso sí, inspirada por un credo que predica y glosa la curia romana desde que, hace un par de miles años, se hizo perita en la forja de símbolos, selección de liturgias y la configuración de ritos, siempre con inigualable eficacia. Una festividad cuyo origen no falta quien lo vincule a las misas del gallo de los primeros siglos de esta era que se celebraban al alba, cuando el gallo que anuncia la llegada de la luz y quizá, alguna vez, también aireara un 25 de diciembre la natividad de Jesús. Que fuera ese día o no, de aquel año cero o de algún otro, poco importa si desde hace siglos así se cree y por ello se venera como real, que es lo que, al cabo, importa y explica que la efeméride cobre mayor realce en nuestro imaginario social, que otros eventos históricos más verosímiles y acreditados. Y es que, de la Navidad, como de todo buen sueño, lo más relevante quizá no sea tanto el hecho nativo mismo, como su significante estético de paz y amor, que gustamos ubicar en ese anaquel de gala en la galería de bellas fabulaciones y balsámicas creencias íntimas que nos habita, y que nunca nos ha importado contrastarlas con una historia o de justificar con una ciencia, que sobran, y hasta molestan, cuando contradicen lo que nos emociona.

Así que a pesar de todo, de su sólida incertidumbre, qué bonita es la idea, el espíritu de la Navidad, ¿verdad?, con sus artificiales arbolitos, sus irreales bolitas de colores, sus turrones y peladillas de ocasión, sus primarios y lindos villancicos, sus luminarias coloristas y sus inverosímiles sonrisas constantes, sus buenos deseos protocolarios de felicidad perenne. Sin esta entelequia navideña tan gozosa y absurdamente ilusoria, qué frío tan real nos invadiría, qué oscuro e insípido sería el invierno y qué triste la vida familiar sin la cercanía del pariente cuya impertinencia toque soportar. Pues nada, que felices fiestas y a disfrutarlas, puedan o no. Que seguro que si se lo proponen con el suficiente énfasis e imaginación, al margen de que lo merezcan o no: ¡lo lograrán!

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