Nos arriesgamos a ser considerados vanidosos y pedantes cuando tiramos, con o sin manual de citas, de referencias cultas para dar soporte a nuestro argumento. Pero el saber de los gigantes del pasado a cuyos hombros nos encaramamos como enanos es sin duda un recurso enriquecedor… si, como cualquier otra cosa, se usa con mesura y propósito (vaya el burro por delante, para que no se espante). A colación de la vanidad: "Vanitas vanitatum omnia vanitas", sentencia el Eclesiastés: "Vanidad de vanidades y todo es vanidad". Podemos ir más allá de la literatura bíblica, y darle unas pinceladas de tenebroso Valdés Leal apelando a su díptico, del género vanitas, precisamente: In ictu oculi (En un parpadeo… y al hoyo) y Sic transit gloriae mundi. Ya con el cincel de Rodin, se te viene a la cabeza otra obra acerca de la fatuidad del humano: "Celle qui fut la belle heaulmiere" representa desnuda a la mujer del maestro armero -ya vieja pelleja-, quien conoció días de esplendor. No podemos evitar traer a colación el nuevo gran teatro de la vanidad y el trampolín de la impostura contemporánea, aun siendo cierta, si la fuere, la condición del presumido: literato, artesano, deportista extremo, articulista, fotógrafo, madre diez, progresista del año, facha a mucha honra, poeta, gladiador social, hincha de pro. La gran tela de araña de la aspiración de nuestros días: la red social.

Es este un asunto recurrente, pero bien jugoso. Facebook o Instagram, esos escaparates a tiro de móvil donde uno puede evitarse la gran virtud de los grandes -la humildad-, jactándose de los propios mérito y hazañas, ciclópeas o en babuchas, o bien creándose directamente una realidad paralela. Se trata de una tecnología cómplice que da rienda suelta al ególatra que casi todos llevamos dentro, el que conversa en falso, emboscado en el diálogo a la espera de poder hablar de sí mismo. Me gusta una frase que repite un amigo (por cierto, gran lanzador de preguntas-trampa, esas que se hacen sólo para cazar al incauto para después rebanarle el cerebelo sobre, típico, lo trotamundos o lo lector que es el trampero): "Pero ya no hablo más de mí… ¿qué piensas tú de mí?", suele decir. Gente que escribe una necrológica para hablar de sí misma con la excusa del finado. Virgueros de la falsa modestia. Conocedores -desde la tierna adolescencia- de todo Mahler o todo Borges. Trapecistas del complejo sublimado en autobombo. ¿Se hubiera abierto Ignacio de Loyola un perfil en una red social, de haber podido? En Instagram, no. Porque era santo, pero feíllo para Instagram.

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