USAR esta frase como reclamo publicitario en la moderna y glamurosa profesión de coaching sería un suicidio laboral y personal en toda regla; y sin embargo, lo más honesto que podrían decir.

Cansada como está ya una de horas y horas en formación y perfeccionamiento académico cuyo único y lamentable resultado es el de engordar un CV que cada vez se va pareciendo más a unas memorias infumables en clave de lista de la compra, vuelvo a topar con la figura del coaching. Ese gurú inefable que no se sabe muy bien qué o quién le ha otorgado poderío para pontificar obviedades a precio de mercado. Un mercado, por otra parte, que parece estar ciego, sordo y alelado dejándose seducir por los charlatanes y vende motos del siglo XXI, por esos espabilados que encuentran terreno de cultivo en despistados existenciales, y el abono correspondiente en las inseguridades espirituales que genera el carácter competitivo del mundo en el que habitamos. Son esos genios que hacen negocio aludiendo en sus disertaciones a la sabiduría popular, el sentido común y la sensatez, como si en un toque de iluminación hubiesen sido ungidos por una fuerza cósmica que les hace portadores de una sapiencia ignota para el resto de los mortales.

La cuna docta de estos nuevos mesías que ofrecen píldoras de éxito vital en dosis de una o varias sesiones, dependiendo del tiempo y los cuartos que uno tenga a bien destinar a tal quehacer, puede ser del más variopinto ámbito. Lo mismo se iniciaron en el entorno empresarial, que emprendieron el andar por caminos vinculados al medio legal; o fue tan sencillo como que un día despertaron y decidieron tomar un puñado de conocimientos de aquí y de allá, darles forma de programa didáctico compacto y echarse a las calles a la busca y captura de fieles.

Bueno. Es una opción. Aunque considero sin temblor en el pulso que este tipo de servicio únicamente puede estar orientado a personas con el estómago satisfecho y mucho tiempo libre, y, por encima de todo, vivan comulgando con el positivismo obligado y estén dispuestas a asumir que un resultado ineficaz o nulo del entrenamiento recibido sólo y siempre será debido a algún detalle aún no detectado en sus adentros. Desde luego nada que pueda apuntar a que su mentor tenga de Sócrates lo que Beethoven de rapero.

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