No me atraen demasiado las redes sociales. Me asomo de vez en cuando a Facebook, una herramienta distraída, y utilizo, por comodidad y economía, WhatsApp. De Instagram, YouTube, Twitter y los otros mil balcones que con seguridad existen, lo desconozco casi todo. Pero, no obstante mi exigua experiencia, sí que he observado una distorsión que me parece tan peligrosa como generalizada: la mayor parte de lo que publican los usuarios dibuja un mundo ideal, rebosante de felicidad, empalagosamente gozoso. Sabiendo, como sé, que la vida está llena de sombras, matices y aristas, no deja de sorprenderme esa perfecta realidad irreal. Dicen los analistas del fenómeno que asistimos al triunfo de la generación del postureo, dispuesta siempre a exhibir, sean ciertos o no, sus inefables logros. Poco importa que tanta excelencia sea falsa. Son legión los que sienten la necesidad de mostrarle permanentemente al universo el perfil óptimo de sus azares, los que, aun autoengañándose, se disfrazan por un me gusta, describen o captan atardeceres imposibles, manjares de ensueño, amores novelescos, paraísos sospechosamente ilocalizables. Se abre, así, una enorme brecha que separa el vivir privado de ese otro público, compartido, impoluto y mentiroso, que se enseña con imaginativo descaro.

Y es que las socialnetworks se han convertido en un inmenso mercado en el que cotizan al alza las biografías redondas y almibaradas. No se concibe la cotidianeidad sin ser contada y, ya puestos, sin ser oportunamente filtrada, retocada y acicalada. Conspiran en el propósito dos pulsiones que definen bien a la humanidad enredada: la ambición y el narcisismo. Invoca la primera el poder eterno de las máscaras. Confunde la segunda el artificio de las formas con la pétrea materialidad del fondo.

Olvidan estos fanáticos de la apariencia que lo verdaderamente valioso suele ser, al tiempo, incomunicable, que los momentos sublimes, para merecer el adjetivo, casi nunca admiten la condición de descriptibles. La auténtica emoción no sale en las fotos, ni resulta creíble una alegría non-stop, mendaz, ininterrumpida y de cartón piedra.

Yo, por mi parte, he decidido no ser jamás feliz al novísimo modo: me sobran instantáneas, selfis y hashtags. Lo que el tiempo me dé o me quite es cosa mía y de los míos. Que ni mi vida es teatro, ni el criterio del prójimo puede endulzar o amargar el insobornable sabor de cada uno de sus cambiantes segundos.

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