El abogado en su laberinto

Buen ejemplo de lo que digo fue aquel robo por un drogadicto, en los años 80, al chalet de Pedrol Rius

Hace unos días se notició la renuncia del abogado de El Chicle, el presunto responsable del homicidio, acaso del asesinato, de una joven, Diana Quer, cuya desaparición, en 2016, generó gran eco mediático. Lo llamativo de la renuncia es que el abogado parece justificarla en la vileza del delito, tal vez con agresión sexual, y en que las versiones disímiles facilitadas por el detenido le impedían ejercer una defensa para la que precisaba creer en la veracidad de lo relatado por su cliente. O algo así. Y tal alegato me recordó aquel concepto abogadil, que reclamaba un clásico de la profesión, A. Ossorio, allá por 1919 ("El alma de la toga"), por el que ningún abogado debía aceptar la defensa de un asunto infame o que repugnara a su conciencia. Es una visión de la abogacía, hoy algo exótica, que campeó en este país durante esos siglos en los que casi todo el mundo servía para abogado y para seleccionador de fútbol.

En los que la abogacía era la profesión que estudiaban los (pocos) hijos listos de los pobres y los (muchos) hijos torpes de los pudientes. Hoy, empero, querría pensar que priman otros valores y enfoques de la función social del abogado: un jurista especializado en aplicar su pericia y experiencia legal, su talento argumentativo y hasta su ingenio para resaltar y hacer valer los elementos del debate que puedan favorecer a su cliente. Porque el abogado ni es juez, ni debe presumir del rol imparcial de un juez para absolver o para condenar al enjuiciado: él se debe a la versión que le facilita su cliente, una vez desbrozada de pasiones y subjetividad. Ese es el reto y ese el laberinto, angustioso por la responsabilidad que conlleva, en el que aspirará a concretar aquellos aspectos que, de no emerger por su invocación, quedarían ocultos al tribunal. Buen ejemplo de lo que digo fue aquel robo por un drogadicto, en los años 80, al chalet de Pedrol Rius, Presidente de la Abogacía española, quien tras conocer las circunstancias del ladrón acabó asumiendo su defensa, a pesar de ser él mismo la víctima. Y tras practicar una prueba psiquiátrica logró rebajar la condena a más de diez años que pedía el fiscal, a unos pocos meses. No inventó nada, no faltó a la verdad, se limitó a facilitarle al tribunal unos informes y una dimensión justa de la atenuante que, de no procurarla su defensor, habría quedado oculta. Esa es la función social del abogado. Y, créanme, no es poca cosa.

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