El absoluto desprecio por la vida

Y seguimos a lo nuestro, sin importarnos los números, los muertos, los caídos en la carretera

Debo de reconocer que me sigue sorprendiendo cómo existen algunos individuos que tienen el más absoluto desprecio por la vida de los demás. Hace apenas una semana, un conductor -sustantivo neutro- arrolló a seis ciclistas, arrancándole la vida a tres de ellos. Duplicidad de índice máximo de alcoholemia, consumo de opiáceos, exceso de velocidad, conducción temeraria, fueron los agravantes. Hace apenas unos días, otro conductor - nomino neutral- en casi idénticas circunstancias, provocaba un accidente similar. Siempre tendemos, como previsibles que somos, a pensar que nada nos va a pasar. Que los hechos aislados, ascetas son. Y seguimos a lo nuestro, sin importarnos los números, los muertos, los caídos en la carretera. Lo peor de todo es que sigues viendo como los conductores aún no son consecuentes con las vidas que circulan sobre esos escuetos y angostos amasijos de metal. No son conscientes de la casa sobre los hombros que lleva ese ser. De las ilusiones, los sueños y las personas que habitan en él. No son conscientes de la existencia de ese ser humano que una mañana, como otra cualquiera, se sube a su bicicleta para intentar luchar a su manera contra este mundo. Sin dañar a nadie, sólo a golpe de pedal, dejándose la piel, dejándose el sudor y no la vida.

Todos los días, cuando salgo a la calle a combatir humilde por un trozo de pan que poder llevarme a la boca, pienso en cuánto sudor me cuesta ganarme un par de duros mal avenidos. Pienso en las boquitas de pan con leche que me esperan en casa, para que sacie sus pequeñitos sueños con un beso. Cierro el puño izquierdo, contengo la respiración y recuerdo esos hombres y mujeres a los que les arrebatan la vida en una carretera de mala muerte. Cómo se les deja como animalitos tirados en la calzada, aspirando una última bocanada de aire como a quien se le va la vida en ello. Podemos ser nosotros, pienso. Mientras, recuerdo a todos aquellos amigos y compañeros que ya no están entre nosotros. Este es el precio que debemos de pagar, opino. Ser un trozo de carne, confinado al infierno, antes de que lleguemos a reconocer el dolor inquebrantable que se precipita sobre el cielo de nuestras bocas. Como un día cualquiera, cuando salimos a la calle con el aire entre las mandíbulas y proclamando un mundo que no existe.

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