De la astronomía al ateismo

Dios no podía haber creado un mundo tan limitado e imperfecto como el que describe el Génesis

Basta mirar en la noche al cielo -divisar las estrellas, astros y galaxias, y estudiar los rudimentos de la más elemental ciencia astronómica- para desterrar toda creencia en divinidades sobrenaturales, al menos en los diosecillos -tan humanos y preocupados por lo humano- de los grandes monoteismos occidentales. El 17 de febrero del año 1600 la Iglesia católica quemó vivo a Giordano Bruno en el Campo del Fiori, en Roma, por herejía. En aquella época, el modelo geocéntrico del universo de Ptolomeo, aceptado por toda la tradición medieval aristotélica, estaba siendo desmantelado -no sin fuertes tensiones y el rechazo por parte de la Iglesia- por la evidencia del nuevo modelo heliocéntrico del astrónomo polaco Nicolás Copérnico. La Tierra pasaba así de ser el centro del universo conocido a ser un planeta más que giraba alrededor del verdadero centro: el sol. Pero Bruno -rebelde fraile dominico napolitano- fue mucho más allá, basándose en su intuición y un ansía desmedida por conocer y cuestionar toda verdad establecida. Mientras Copérnico se ceñía a nuestro sistema solar, Bruno postuló un universo infinito, plagado de mundos, astros y galaxias, inconmensurable e inabarcable. En este modelo, la Tierra y la especie humana no eran más que un punto despreciable del cosmos, por lo que el relato cristiano de la creación se iba al garete. En su condición de ser infinito y perfecto, Dios no podía haber creado un mundo tan limitado e imperfecto como el que describe el Génesis. De alguna forma, la vieja dualidad entre Dios-creador y mundo creado, ambos separados y diferenciados, saltaba en pedazos. En un universo infinito no hay jerarquías, todo participa de la misma materia y de la misma energía. En suma, Dios y universo son una misma cosa. Este planteamiento abría las puertas del panteísmo, que postula que Dios es todo y está en todas las cosas. Y, ya se sabe, si despojamos al panteísmo de todo plan u orden preestablecidos y aceptamos la casualidad -aunque sea causal- de los aconteceres, esto es, el caos último de la materia, llegamos al más radical ateísmo. Copérnico y Bruno son del siglo XVI; hace ya más de cuatrocientos años que publicaron sus conclusiones, que la ciencia ha corroborado. Algunos, muchos millones de personas, parece que no se han enterado todavía.

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