La corona de la reina

Silvia Segura

Tan cerca, tan lejos

A través de las cristaleras se testimoniaba el fuerte temporal que a esas horas azotaba la ciudad. Las jardineras que visten los extremos de la Rambla aparecían desnudas. Corolas inexistentes cuyos pétalos habían pasado a formar parte de una especie de alfombra multicolor, mezclada con hojas, polvo y arena que envolvían el mármol blanco y verde pastor que dibujan el suelo. El mar azul, que observado pacientemente cualquier tarde de abril se confunde con el cielo, allá donde los ojos pierden el horizonte, ese día se mostraba enfurecido, se agitaba con bravura, y estrellaba sus olas de agua y espuma contra las rocas que componen el muelle del puerto. Palmeras, totalmente curvadas, emulaban a los arcos de guerreros medievales que luchaban sin piedad para defender su territorio.

Las primeras gotas de lluvia humedecían el ambiente y las vestiduras de los escasos viandantes, que intentaban sin conseguirlo, abrir sus paraguas doblados por la energía de la corriente. Más por el empuje de la naturaleza que por iniciativa propia, llegaron a la puerta de aquel restaurante. El metre les dio la bienvenida y les indicó la mesa a la que podían dirigirse. Al lado de recepción, separada por un biombo de madera y loneta que creaba un espacio reservado y tranquilo; apenas una docena de comensales ocupaban las restantes. Con firmeza anduvo hasta la del fondo, justo al lado de los ventanales. Portaba con elegancia un traje de raya diplomática azul marino, impecablemente planchado, en contraste con una corbata anaranjada anudada a la perfección. Ella, más informal pero sin abandonar un ápice de elegancia, había protegido su melena oscura con un gorro de cuadros escoceses. Sin mediar palabra, abrió la prensa por las páginas deportivas, mientras ella entretenía su tiempo tecleando el teléfono móvil. Solo los separaba un tablero revestido por un mantel de algodón color vainilla, pero entre ellos había un abismo. La distancia, esa lejanía entre dos cuerpos, no la hacen los metros, la crean las personas. No era precisamente la distancia la razón por la que se sentían tan lejos. La distancia física no existe, cuando en el pensamiento se está y en el alma se vive. El silencio separa más que la distancia. Puede encerrar lo más bello y profundo, hablar con los ojos, besar con la mirada, o vestirse con el disfraz de demonio y esconder bajo su capa la más profunda de la frialdad, pero no hay disfraz que pueda largo tiempo ocultar el amor donde lo hay, ni fingirlo donde ya no existe. Lo decía Nietzsche "la mentira más común es aquella con la que un hombre se engaña a si mismo, engañar a los demás es un defecto relativamente vano", y engañar al corazón es un acto inútil. Sin diálogo, sin besos ni caricias, tomaron caminos separados hasta llegar a casa, donde seguiría habiendo entre ellos una distancia sin medida.

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