La tribuna

Rafael Caparrós

La debacle iraquí

AUNQUE la anécdota es bien conocida, vale la pena repetirla por ser realmente ilustrativa. Franklin D. Roosevelt, el más influyente de los presidentes USA del siglo XX, acordó recibir con los máximos honores al políticamente impresentable dictador nicaragüense Anastasio (Tacho) Somoza. Un periodista le recriminó que recibiera con tal boato a semejante "hijo de puta". Su respuesta, tan precisa como cínica -"Maybe Somoza is a son of a bitch, but he's our son of a bitch". ("Puede que Somoza sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta")-, definió de manera inequívoca una constante de la política exterior estadounidense, en la que han incurrido todas las administraciones, independientemente de su adscripción política republicana o demócrata. Esa política exterior es la que ha venido practicando EEUU con los Somoza en Nicaragua, los Trujillo de República Dominicana, los Ubico de Guatemala, o Pinochet en Chile, así como con otros muchos dictadores o tiranos pro-yanquis de diferentes partes del mundo, culminando con la radicalización de esa política en el unilateralismo de George W. Bush que le llevaría a decidir, con el apoyo del famoso trío de las Azores, la iniciación de la catastrófica guerra de Iraq.

Vale la pena recordarlo ahora que los desahogados partidarios del ex presidente Aznar quieren presentarnos su guerra como una valiente cruzada antidictatorial, prodemocrática y de promoción de los derechos humanos, librada por Bush y sus adláteres contra la dictadura de Sadam Husein. Como si a los EEUU les hubiera importado alguna vez la catadura moral o política de los regímenes a los que apoyaban o combatían. Si así fuera, ¿cómo podría conciliarse eso con la doctrina oficial de Bush respecto a las exigencias de "guerra contra el terrorismo", en cuyo nombre ha tratado de justificar las monstruosidades jurídicas y las sistemáticas torturas de Guantánamo o Abu Grahib?

Con el pretexto de la lucha contra el terrorismo -durante la dictadura de Sadam Husein, el terrorismo internacional, al igual que las tristemente célebres "armas de destrucción masivas", brillaban por su ausencia en Iraq; ha sido tras la invasión USA cuando los militantes de Al Qaeda se han establecido allí-, la intervención militar norteamericana ha supuesto el apogeo de un chauvinismo yanqui, que se concibe a sí mismo como la única superpotencia global y se arroga unilateralmente el derecho a perseguir sus propios intereses petrolíferos, y/o estratégicos, por encima de los legítimos intereses de los restantes países del mundo, y al margen del derecho internacional.

Por lo demás, el saldo de esa guerra tras cinco años de duración es desolador para los propios intereses norteamericanos. Algo más de 4.000 combatientes muertos y unos 30.000 heridos, aparte de los más de 1.000 afectados por serios problemas mentales. Y un coste aproximado de tres billones de dólares, según The Three Trillion Dolar War (2007), del Nobel de Economía Joseph Stiglitz, una evaluación que, pese a su envergadura, parece ya insuficiente a algunos analistas, habida cuenta de los muchos millones de dólares dilapidados o robados, según varios documentales críticos con la reconstrucción.

Incomparablemente peor es el balance de los daños provocados a Iraq y a los iraquíes. Alrededor de 1.200.000 muertos desde la invasión, según Just Foreign Policy, con una progresión constante en el número de civiles muertos y/o heridos en atentados, bombardeos o enfrentamientos derivados de la ocupación militar. Más de dos millones de iraquíes han podido escapar a países vecinos, especialmente a Jordania. De los restantes, más del 80% carece de acceso regular al agua, la electricidad, la calefacción, los víveres, la sanidad, etc. Pero el problema más angustioso es la inseguridad. En efecto, es esa incontrolada "guerra de todos contra todos", lo que lleva a la mayoría de los iraquíes entrevistados a estimar que, con todos sus defectos, preferirían haber seguido viviendo en la dictadura de Sadam Husein, en vez de en la actual situación de pretendida democracia.

Para colmo de calamidades, acaba de producirse el peor escenario posible: ha estallado la guerra civil con el enfrentamiento armado entre el incipiente y bisoño Ejército iraquí, comandado por el frágil Gobierno electo de Nuri Al-Maliki, y apoyado por las tropas invasoras, y las potentes milicias armadas del clérigo fundamentalista chiíta Mouktada Al Sáder, el único líder de masas con verdadero arraigo popular. En disputa está no sólo el poder político, sino el control del petróleo. Por de pronto, el precio del barril de Brent se ha disparado ya a 120 dólares. De proseguir tan perversa dinámica destructiva, lo más probable es que no quede piedra sobre piedra del viejo país mesopotámico.

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