EL nacionalismo -lo mismo que el amor- es una alteración afectiva que es imposible controlar en términos racionales, de la misma forma que es imposible que dos ramas de una misma familia se pongan de acuerdo cuando están disputándose la herencia de la tía soltera que se murió sin hacer testamento. Nuestros afectos -igual que nuestras lealtades y nuestros prejuicios- son emociones que escapan a cualquier control intelectual. Si alguien está enamorado, es imposible convencerlo de que la persona que ama es en realidad un monstruo egoísta que lo va a hacer infeliz. Y si alguien es un forofo del Real Madrid desde que era niño, es imposible -o cuando menos bastante improbable- que un día se despierte cantando el himno del Barça con la mano en el corazón. Hay cosas en las que creemos con una fe ciega, de la misma forma que unos creen en el dogma de la Inmaculada Concepción y otros creen en la existencia de vida inteligente más allá de la Vía Láctea.

Lo digo porque nunca va a ser posible poner de acuerdo a los partidarios y a los detractores del referéndum que piensa llevar a cabo Juan José Ibarretxe, ese político vasco que tiene la cara -y tal vez la mente- de un general de las guerras carlistas, si hemos de juzgar por los retratos que nos han llegado de aquella época. Y es así porque ese referéndum se basa en la falacia, aceptada por miles y miles de personas como una verdad incuestionable, de que el pueblo vasco tiene "derecho a construir su propia identidad".

Pues no. Nadie tiene derecho a construir su propia identidad, por la sencilla razón de que la identidad es un proceso fluctuante que no queda fijado hasta la hora de la muerte, y ni siquiera de una forma inamovible. El nombre y los datos administrativos no nos bastan para constituir una identidad. Cualquiera puede cambiar de nombre, huir al otro extremo del mundo, hacerse la cirugía estética o incluso cambiar de sexo y de religión y de forma de vida. La identidad, además, no es un proceso que pueda llevarse a cabo de forma deliberada, de acuerdo con el proyecto que nos hemos trazado: "Yo seré rubio y alto y guapo y algún día conquistaré a la mujer más bella del mundo y acumularé una fortuna de quince mil millones de euros". Bueno, quizá sí, pero convengamos que es un hecho bastante dudoso. Somos lo que somos, pero también lo que la vida hace con nosotros y lo que nosotros hacemos con la vida. La persona que somos no es la misma que fuimos en la niñez ni en la juventud. Las ideas de un adulto no son las mismas que tuvimos en la juventud o que tendremos en la vejez. Y si esto es así con los individuos, ¿cómo se podrá construir la identidad de un pueblo de dos millones y medio de personas?

Ya sé que no voy a convencer a ningún partidario de Ibarretxe, pero ahí queda dicho.

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