LA puesta en libertad de Samuel Benítez, uno de los imputados en el asesinato de la joven sevillana Marta del Castillo, ha recrudecido el debate, nunca cerrado, sobre nuestro sistema judicial y penal. Sólo queda en prisión preventiva el asesino confeso, Miguel Carcaño, y el cadáver de la muchacha sigue sin aparecer.

La libertad de Benítez, a la que se ha opuesto el fiscal, obedece a lo prescrito en el Código Penal para los casos, como éste, en que el presunto delincuente es acusado de encubrimiento. Probablemente la Audiencia de Sevilla no podía decidir más que lo que ha decidido. El citado individuo, que ha pasado casi trescientos días encarcelado, no ha sido condenado por ningún tribunal, aunque en una primera declaración reconoció que había ayudado a su amigo Carcaño a hacer desaparecer el cuerpo de Marta.

No soy partidario del aumento constante de las penas como presunto remedio a la proliferación de ciertos delitos, ni tampoco de disminuir las garantías de los procesos penales en aras de una eficacia que a veces está reñida con el propio concepto de justicia. Sin embargo, creo que hay delitos y delincuentes que por su singular crueldad y vesania no deben beneficiarse de manera automática de los instrumentos garantistas que la legislación contempla, y no sólo por la alarma social que causa, que también, sino porque con ellos se devalúa el objetivo del castigo y la balanza penal se desequilibra en favor del objetivo de la reinserción. Quien sufre con ello es la víctima (en ocasiones ni siquiera puede: está muerta). Quizás hemos pasado de dejar pudrirse en la cárcel a inculpados que aún no han ido a juicio y pueden ser inocentes a ser muy flexibles, demasiado, con individuos sospechosos de crímenes horrendos. Cada caso debe ser examinado con lupa para no excederse por un lado o por el otro. La opinión de la Fiscalía, como representante del interés público y no de ninguna de las partes, tal vez tendría que pesar más.

Esta situación se agudiza en el caso de los menores delincuentes, un colectivo especialmente protegido por la ley española. Volvemos a lo mismo: una normativa que en conjunto merece ser aplicada para no arruinar la vida de quien ha cometido un error de juventud está siendo utilizada, sin embargo, para burlar el espíritu de la propia ley, amparando a individuos cuya peligrosidad social supera con mucho a lo que dictan sus DNI y ofreciendo a bandas de maleantes facilidades para endosar sus delitos a un menor, a sabiendas de que su sanción penal va a ser liviana. Todo esto es real como la vida misma. No creo que haya que modificar el sistema en sentido más punitivo, pero hace falta ajustar su aplicación para no crear involuntariamente zonas de impunidad.

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