El gran pintor aficionado

Pintó cuadros y murales para la iglesia de su pueblo y de otras localidades vecinas con desiguales resultados

En contadas ocasiones, la historia del arte recupera para nuestro asombro personalidades únicas; artistas inexplicables que, con su quehacer, desmontan toda teoría o sesudo discurso, técnico o estético. Es el caso de Hermenegildo Bustos, un pueblerino nacido en 1832 en Purísima, una pequeña localidad mejicana del Estado de Guanajuato, y fallecido allí mismo setenta y cinco años después. Personaje singularísimo, inserto en la cultura popular del Méjico más tribal de aquella época, prestó servicios a los vecinos de su aldea, siempre por pequeñas remuneraciones, con oficios variados e insospechados. Curandero, hortelano, prestamista, nevero y heladero, músico, albañil , hojalatero, orfebre y joyero, carpintero, relojero, sepulturero, tallista y escultor, pintor y decorador, muralista y pintor de exvotos, sastre, criador y arrendador de sanguijuelas… en fin, cuantas cosas se pusieran a tiro de su espíritu inquieto y su despierta inteligencia. De todas ellas, la dedicación que le garantizó su paso a la inmortalidad fue la pintura, practicada desde la humildad del "aficionado". Pintó cuadros y murales para la iglesia de su pueblo y de otras localidades vecinas con desiguales resultados , centenares de exvotos insertos en la tradición convencional, algunos bodegones de frutas y, sobre todo, un nutrido elenco de magistrales retratos de los lugareños de Purísima. Es en este corpus, una galería verdaderamente alucinante, donde se aprecia su potencia expresiva y sus prodigiosas facultades para captar la verdad de los seres y lo singular de sus fisonomías en un desvelamiento inexplicable, puramente heideggeriano. Con una técnica muy torpe y limitada -él se definió a sí mismo una y otra vez como un "pintor aficionado"- fue capaz de representar, metódica y minuciosamente, los rasgos de sus vecinos con una precisión asombrosa. Los retratos de Bustos rezuman, en su escueta simplicidad, tal verdad y autenticidad que sobrecogen. Pequeños lienzos u hojalatas que destilan la más pura esencia de la vida. Ante cualquiera de ellos sentimos que el personaje debió ser exactamente así, en cuerpo y alma. Hermenegildo Bustos murió anónimo y la historia recuperó su figura muy entrado el siglo XX. Poderoso e incuestionable, sobre todo en Méjico, sería deseable que alguna institución española se atreviera a realizar una exposición de sus retratos aquí. Sería maravilloso poder contemplarlos en directo.

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