LA tentación de responder a los problemas sociales con modificaciones de leyes y códigos o creación de nuevos cuerpos jurídicos acecha siempre a los legisladores. Con éxito: la alarma producida en la opinión ciudadana por la aparición de conflictos o el agravamiento de otros suele provocar en las mayorías parlamentarias un impulso irrefrenable de responder a ellos con una nueva normativa. Hay una ingenua convicción en la capacidad de la ley, por sí misma, para cambiar el estado de las cosas. Pero no basta. No basta la reforma del tratamiento penal de las infracciones de Tráfico, como la reciente que castiga la conducción sin carné, si no se arbitran los mecanismos para que los sancionados realicen los servicios a la comunidad que el Código reformado establece. No basta legislar un trato específico para los menores delincuentes o los inmigrantes irregulares si no se dota a los centros de internamiento respectivos de los medios materiales y humanos precisos para que se cumpla la finalidad reintegradora que la ley les atribuye. No basta con apobar una Ley Integral contra la Violencia de Género si no se se le destinan presupuestos suficientes para el seguimiento de las órdenes de alejamiento de los maltratadores o la defensa de las víctimas en todos los órdenes o se obvia el cumplimiento de aspectos tan sustanciales de la ley como la educación en los valores de la igualdad entre hombres y mujeres, casi cuatro años después de haber entrado en vigor. Seguramente los textos legales a los que acabamos de hacer referen- cia eran necesarios y, con toda seguridad, suponen un gran paso adelante en la lucha contra la siniestralidad vial, la delincuencia juvenil y la violencia contra la mujer. Pero todos ellos corren el riesgo de convertirse en papel mojado o, en el mejor de los casos, de no satisfacer las legítimas expectativas sociales que despertaron en su momento. Hacen falta leyes, sí, pero hay que tomárselas en serio: facilitando los instrumentos imprescindibles para que se pongan en práctica.

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