Las neolenguas invasivas

Y le llamó desconexión a lo que era quebrar un país, o derecho a decidir, a negarle el derecho de voto al resto de España

Tal vez fuera G. Orwell el primero en usar la palabra neolengua aunque, desde luego, no quien inventó el poderío que encierra el concepto, al menos en su dimensión política. Mérito que acaso quepa atribuir a aquella ilusión de transformar el mundo a través de consignas revolucionarias que insufló la Segunda Internacional Socialista (1889), en la que se inspiró el autor de «1984», según R. Scruton, para alzar su gran distopia sobre un Estado totalitario, futurista entonces pero que hoy se vislumbra tan cercano. Un régimen que implantó un Ministerio de la Verdad encargado de crear eso, la verdad oficial, inventando nuevas palabras que sustituyeran las ideas inoportunas de las antiguas. Que revisaba toda la información que no coincidiera con su verdad, la única que podía circular a través de la nueva lengua ideada para que su significado no evocara al pueblo conceptos maliciosos o inconvenientes para el poder. Y es que el formidable observador social que fue G. Orwell, vislumbró la influencia de la palabra sobre la realidad, a través de consignas y metáforas alusivas a lo mitificado, si se alteraba la razón de ser propia del lenguaje, la de apresar y revelarnos el mundo que apreciamos, por otro objetivo mucho más sugestivo para la soberbia humana: poder manipular la realidad percibida. Porque, al cabo, quien controla el lenguaje, controla la historia y las creencias de la gente. Ese fue el gran poder que descubrió en la palabra tanto el socialismo surgido a finales del S.XIX como el totalitarismo orwelliano y fascista del S. XX. Y es un poder tentador, ¿verdad? Imaginen: tergiversar la realidad a capricho, solo a través de la voz. Un poderío que no pasó desapercibido a la sociología moderna, ni a ciertos políticos con talante totalitario, que nunca rehusarán usarlo, si se les deja. Los ejemplos oídos y vividos van a más. El penúltimo, en la Cataluña idealizada por el nacionalismo, que hace años programó, con alevosía, una neolengua propia para etiquetar sus objetivos con voces que alarmaran poco a la gente. Y le llamó desconexión a lo que era quebrar un país, o derecho a decidir, a negarle el derecho de voto al resto de España. Y el último, en el juicio andaluz sobre los ERES, donde escuchamos a un Consejero de la Junta aclarar que la inclusión de intrusos en las listas de parados, en realidad, oiga, era una forma de hacer política sociolaboral. Y la fiscalía, sin enterarse.

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