Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Contra el odio

Las razones de Carmena serán erróneas, pero las familias de unas 300 víctimas de ETA siguen esperando un juicio

No es cuestión de dar crédito a la leyenda negra (ya tiene la susodicha entusiastas por cientos dispuestos a ello), pero sí, tal vez, de advertir la facilidad y alegría con la que la política española se empeña en sacar rédito electoral del odio. Y no hablo de indignación, ni de hartazgo, ni de otros eufemismos: el odio, en cuanto deseo de la eliminación definitiva del adversario, considerado éste enemigo en lugar de alternativa, existe en la sociedad española como valor puntuable y determina, en gran medida, cómo nos relacionamos con el otro. En esto no somos ni mejores ni peores que otros países europeos, pero en España el odio prende de manera particular. Que la democracia se encuentre aquí más consolidada de lo que algunos creen puede comprobarse en la solvencia de los instrumentos que las instituciones fabrican para canalizar ese odio, desde las campañas electorales a la telebasura pasando por las redes sociales, dominadas a voluntad mediante la inserción de tendencias. Al mismo tiempo, eso sí, el poder político pone a prueba constantemente estos muros de contención mediante la designación inequívoca de los objetivos del odio. Lo deseable ya no es vencer al otro partido, sino que el otro partido desaparezca. Y con él, si es posible, sus votantes. Por si acaso.

Bajo la bandera de la misma indignación, Podemos ha dado el salto al odio sin muchos reparos al referirse al PP no como un partido al que hay que derrotar con el convencimiento de la sociedad española, sino al que hay que echar con la consecuente aniquilación de los derechos de sus votantes. De aquí a la posibilidad de ver al simpatizante popular como a un criminal dista muy poco, pero los muros de contención parecen eficaces, por más que a veces también ellos sirvan de combustible. Eso sí, Podemos ha tenido en la escuela de odio a un maestro ejemplar, que es el mismo PP. Su última lección es muy reciente: el acoso y derribo urdido contra Manuela Carmena por su negativa la izar la pancarta con la imagen de Miguel Ángel Blanco, hasta ponerla del lado de los terroristas, ha constituido una estrategia de una irresponsabilidad asombrosa al tratarse, precisamente, de un asunto tan sensible como la muerte de Blanco, que sacó a toda España a la calle. La capitalización particular de esta solidaridad debería costarle cara al PP. Por incitar al odio.

Las razones de Carmena pueden ser erróneas, pero cabe recordar que las familias de unas trescientas víctimas de ETA siguen esperando un juicio improbable. Y que el Gobierno no ha movido un dedo al respecto. ¿A quién pondremos en la próxima pancarta?

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