Les supongo tan hartos como yo del interminable procés catalán. El pleno del Parlament del pasado martes, un disparate desde el punto de vista jurídico y un guirigay desde el político, constató, también para mí, el paletismo y el anacronismo de una idea, la pulsión nacionalista, tan atrayente en tiempos de crisis como inaplicable en un mundo global e interrelacionado. A día de hoy, al menos en las sociedades desarrolladas, no hay pueblo que pueda autodefinirse como independiente. Cabe, esto sí, embriagarse de sentimentalismo. Pero ese ejercicio, más folclórico que pragmático, choca enseguida con las insuperables evidencias que lo imposibilitan. A menos que se asuma la desconexión de los mercados y la vuelta a la penuria, la furia nacionalista no pasa del amago inoperante, destinada antes al consumo interno que a su verdadera plasmación.

De ahí mi actual convicción, me malicio que compartida por sus instigadores, de que el procés seguirá estando vivo mientras sea sólo eso, un proceso. La pirueta de declarar la independencia para ocho segundos después dejarla en suspenso sine die confirma ese análisis que desenmascara un eterno nudo sin desenlace. Para ellos, es además la situación más ventajosa: nutrida de agravios, la masa permanece en estado de alerta, fiel a siglas y líderes que la ilusionan en el peor sentido del término, estabulada en un camino que taimadamente se desea sin final.

¿Tiene riesgos esa forma de hacer política? Naturalmente que sí. Y más cuando la pantomima se alarga y los ridículos se multiplican. La inseguridad que para Cataluña, España y Europa implica una permanente amenaza centrífuga se cobra sus víctimas, empezando por la propia tierra a la que se dice amar y defender. La huída masiva de empresas o el pavor de los ahorradores son ejemplos del daño que puede provocar una sobreactuación mantenida.

Falta, creo, sinceridad. No en la CUP que, en su delirio, no engaña a nadie. Sí, en cambio, en el resto de pirómanos, siempre con la antorcha encendida aunque a la suficiente distancia como para que no arda Troya.

No estoy dispuesto a que me sigan acojonando estos comediantes de tercera. No es justo, tampoco, para un país que se merece saber la verdad que ahora ya sabemos: porque no pueden, ni se van ni se irán. Son nacionalistas in itinere, sabedores de que no hay puerto de abrigo para ese barco suyo que, sólo para su personal y mezquino provecho, navega hacia ninguna parte.

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