EN la interpretación clásica del Apocalipsis, el tercer jinete, aquél que monta un caballo negro y tiene en su mano una balanza, representa el hambre fruto de la injusticia de los opulentos, el dolor y la devastación causados por el olvido criminal que los afortunados del mundo muestran por los que no poseen nada. Se trata de una ignorancia antigua y tenaz. Ni siquiera la llama de la solidaridad, que aparenta ir prendiendo en la conciencia de la mayoría, parece poder evitar tan constante ignominia.

Hoy, en este tiempo de avances y logros magníficos, hay datos que descorazonan y demuestran que hemos cambiado muy poco. Afirma la ONU que la fuerte subida de los alimentos amenaza con crear 100 millones más (a añadir a los 854 millones existentes) no de pobres, sino de personas gravísimamente desnutridas. Es lo que llaman el "tsunami silencioso", que podría asolar países enteros y generar conflictos de muy difícil solución.

No hay un ápice de alarmismo en lo que digo: el arroz y el maíz cuestan casi el doble que hace un año; lo mismo ocurre en algunos lugares con la carne y la leche; entre marzo de 2007 y marzo de 2008, el valor de venta del trigo se disparó un 130%; hasta 70 productos agrícolas diferentes han aumentado su precio en el mercado internacional en un 37% en el último año. Se trata, pues, de una crisis de dimensiones globales que no tiene su único origen en el crecimiento demográfico, ni en la imposibilidad de afrontar la demanda (desde 1970 la producción de cereales se ha triplicado, mientras que la población mundial sólo se ha duplicado), sino en múltiples factores, casi nunca ajenos a la voracidad insaciable de los elegidos.

Es cierto que han concurrido adversidades meteorológicas y desastres naturales. Pero no lo es menos que la acción del hombre está siendo decisiva: las guerras (Darfur, Iraq); la subida demencial del precio del petróleo y sus repercusiones en todas las fases de la cadena; la especulación creciente en el mercado de los alimentos, con la consiguiente modificación de cultivos y destinos; la asunción de políticas que conllevan el desaliento de los esfuerzos de los países pobres en este ámbito; la producción, en fin, de etanol y biodiesel a partir de cereales, que entra en competencia directa con la producción de alimentos en Asia, América Latina y África y dedica inmensas extensiones de tierra a un objetivo que aprovecha exclusivamente a las sociedades ricas y desarrolladas.

Decisiones todas que parten de la idea -errónea, necia, francamente peligrosa- de que, en la era de la globalización, aún podrá sustentarse el bienestar de los menos en el manso sacrificio de los más. Así, sin piedad, sin remordimientos, sin escuchar el galope mortal de ese corcel negro que se acerca.

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