LOS alumnos de un instituto de Cádiz se han puesto en huelga y se han echado a la calle para protestar por el cierre del centro decretado por la Consejería de Educación. No quieren trasladarse a otro instituto próximo y, en su candor, llegaron a ponerse Ibarretxes: "Tenemos derecho a decidir", proclamaron en un cartel.

Inquieto ante la noticia, pregunto a quien está en condiciones de conocer los pormenores del caso y la indagación arroja este resultado: el instituto-víctima no llega a los ochenta estudiantes (hay once nuevas solicitudes, once, para el próximo curso), el instituto al que van a tener que acudir se encuentra a cincuenta metros del suyo, es la desembocadura natural del otro -ya van necesariamente allí a cursar bachillerato y ciclos formativos los que acaban la ESO- y cuenta con óptimas instalaciones, mientras que el que se cierra es un colegio de EGB de hace más de treinta años adaptado para hacer de instituto. En cuanto a la calidad de la enseñanza impartida, por algo será que nadie quiere matricularse en él. En fin, que se clausura por inanición.

Dice mi interlocutor: "Los profesores son integrados en el otro instituto, los alumnos se integran con sus compañeros de antaño y con los que van a terminar los estudios... No veo dónde está el problema, salvo el privilegio y la comodidad, claro". Yo sí que veo en este conflicto una expresión más de la inflación de derechos que marca nuestro comportamiento colectivo. Alguien, padres o profesores, ha propiciado una conducta que no es adolescente, sino netamente infantil: queremos "nuestro" instituto, no otro que está a cincuenta metros. "Tenemos derecho a decidir", ya digo.

Pues no lo tienen. Tienen derecho a una enseñanza gratuita y de calidad, no a dictar dónde les va a ser impartida. Son las autoridades educativas las que tienen el derecho, y la obligación, de sacar el máximo rendimiento al dinero de los contribuyentes y de agrupar a los alumnos en los centros mejor dotados, eliminando un gasto tan superfluo como el de mantener, sin necesidad, una clase de Secundaria con, por ejemplo, media docena de estudiantes.

Lo que han reflejado los alumnos, sin saberlo ellos mismos, es el tipo de sociedad que se está construyendo: cómoda, infantiloide, caprichosa y reacia a la menor frustración. Igual que los bachilleres rechazan moverse de su instituto, los adultos nos negamos a buscar un trabajo que no sea en nuestra provincia o a habitar una vivienda que no sea en propiedad, y unos y otros hemos aprendido la lección de esperar sentados a que el Estado nos solucione nuestros problemas y de culparle de todo cambio que remueva un poco nuestro pequeño mundo conservador de certezas y protecciones.

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