Imaginario

José Antonio Santano

... de toda la vida

ACOSTUMBRABA a salir de casa al atardecer, cuando el último rayo de sol se ocultaba tras la línea del horizonte marino. Nunca tuvo prisa, al contrario, le complacía pasear con exagerada lentitud, permitiéndose así observar todo cuanto a su derredor se le ofrecía, como si fuera la primera vez que se exponían ante sus ojos los objetos, las luces, las gentes, las cafeterías o los escaparates de la ciudad.

Hacía años que había quedado completamente solo: los hijos marcharon a otras ciudades del mundo y la esposa había fallecido como consecuencia de un cáncer. La soledad se apoderó de él casi sin darse cuenta, y ahora caminaba entre la muchedumbre abstraído y circunspecto. Su vida era monótona y muy triste. Solo los recuerdos atemperaban sus caminatas diarias, y por y para ellos vivía.

Muchas veces pensó en cambiar de ciudad y de hábitos, pero al instante cambiaba de opinión y se convencía a sí mismo argumentando todo lo contrario: qué pintaba un viejo como él en otra ciudad desconocida, con otros hábitos y costumbres, con otra cultura...Su lugar estaba en Marina -su ciudad-, junto al mar, con la única compañía de las gaviotas y los barcos oteados desde la cima de su acantilado preferido. Después de todo, su soledad era nada más que suya, intransferible, única. A ella se debía en cuerpo y alma. Después de caminar durante dos horas seguidas y antes de encerrarse en casa hasta el día siguiente, paraba un rato en el bar de siempre para tomar unos vinos antes de cenar. Aquel era su santuario, el lugar de los aromas sacros, del rumor creciente de la palabra, de los sabores, también de la tristeza que imponían los recuerdos de los días vividos junto a sus seres queridos.

Ahora, sin embargo, toda su vida se había convertido en un abismarse diariamente en no se sabe qué. Mas si de algo estaba completamente seguro es de que aquel lugar, el bar de siempre, su Puga del alma, estaba ahí, fiel a la más férrea tradición, conservado y conservando las más puras esencias, añejo en su solera de un tiempo indestructible. Y allí estaba él, bien es verdad que más viejo y más solo que la una, pero fiel también a la añoranza de otros días.

Un par de vasos de vino tomaba cada noche mientras observaba a los parroquianos hablar y beber, mientras la vida iba imponiendo su severa ley de soledad y silencios o mientras sentía un dolor de cuchillo en el costado.

Cada día era igual al anterior. En un rincón de la barra, acodado sobre ésta y solo, se abismó para siempre en los aromas de la vetusta bodega del Puga, el de toda la vida.

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