Los viajes fronterizos

A menudo las guerras y los conflictos provocan extrañas fronteras que separan ciertos territorios entre países mal avenidos. La frontera siempre ha sido una idea muy del gusto de la literatura íntima. Pero hay fronteras y fronteras, como éstas que nos ocupan aquí, en las que el viajero fronterizo podría sentirse atraído por cierta voluntad de escisión personal. Es como si en el paisaje de los límites se sintiera extrañamente a gusto, a solas con su vocación de indeciso. ¿Por qué elegir un lugar u otro de la frontera?

Casi siempre muy remotas, a menudo hostiles pero a la vez morbosas. Viajar por ciertas fronteras del mundo nos procura como una idea sentimental de escisión, de estar a un lado y a otro de la vida o de su trasunto. Pese a todo, apenas si sentimos trauma alguno. Ni siquiera cierta sensación de extravío, por muy lejos que estemos junto a los bordes fronterizos que hoy recuerdan viejos enconos entre territorios. A la geografía política, según la peculiar anatomía de los países, le corresponden sus fronteras políticas. Esto lo aprendimos en los mapas del bachillerato, sobre los grandes atlas ilustrados, cuando recorríamos con el índice pespuntes de líneas, contornos quebradizos.

Hay veces en las que estas marcas políticas se convierten en extrañas fronteras como consecuencia de guerras y malquerencias entre países. Existen, pues, estas líneas vigiladísimas que separan mundos dentro del mundo. Uno puede viajar, acercarse hasta ellas como quien se acerca a una tentadora rareza. De paso uno podrá sentir también esa escisión personal o su parecido, pero sin ponernos pesados ni estupendos.

Decíamos que el drama del lugar al que llegamos no nos perturba en nada o casi nada. Y es verdad. La curiosidad es el destino. Llegamos así a estos lugares demediados casi siempre por conflictos de armas, pero creemos sentirnos como a gusto. No nos importa demasiado que nos llamen cínicos. Nos agradan estas fronteras, sus banderolas y oriflamas, las que remarcan un territorio de otro. Sentimos con escaso remordimiento que podríamos ser de este lado de más acá de la frontera o de aquel otro de poco más allá. Estamos indecisos. ¿Y qué?

"El 'Brexit' está provocando ahora que se hable de una especie de 'frontera invisible' dentro y fuera de la UE entre la República de Irlanda y el Ulster británico"

A uno, por ejemplo, le gustaría ahora viajar por la que llaman frontera invisible de 500 kilómetros, que es la que divide por culpa del Brexit la República de Irlanda y el Ulster británico. Nadie quiere allí una frontera dura. Ni las 40.000 personas transfronterizas que a diario circulan de un país a otro. Ni tampoco las somnolientas vacas de la central lechera Lack Patrick, que pastan sobre el verde a ambos lados de la frontera gracias a las cooperativas entre irlandeses del norte y del sur.

Al nordeste de la isla, entre las fronterizas Dundalk y Newry, se extienden las monocordes autovías sobre las que no se distingue el cambio físico que supondría pasar de un Estado a otro dentro y fuera de la UE. Por la otra punta de Irlanda, siguiendo la recortada costa norte, discurre y acaba la Wild Atlantic Way, la carretera costera más larga del mundo. Por Donegal se perfilan los impresionantes acantilados de Slieve League, que caen a pico sobre el plúmbeo mar. Dentaduras rocosas y verdísimos tapetes de hierba abrevan sobre los espumillones de las olas que baten sobre el litoral. Aquí uno se olvida hasta del propósito de su viaje, si es que lo tuvo, como era llegar hasta la nueva frontera que ahora, por culpa del Brexit, vuelve a separar a las dos Irlandas como en los años del más sangriento pasado.

Aparte de Irlanda, el viajero afín podría adquirir el certificado de turista de la frontera en otro confín del

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mundo. Entre India y Pakistán, el de Wagah es el único paso que existe por tierra para personas que desean cruzar por el dividido territorio de Punjab. El paso de Wagah es conocido por ser la frontera de las pasiones y los alardes marciales. La galanuda guardia fronteriza de ambos países realiza teatrales ejercicios de pantomima patriótica, a medias entre la tradición y el odio ingénito que separa a unos y a otros desde la partición territorial ocurrida en 1947. Turistas y nacionales indios o paquistaníes aplauden, corean y agitan banderitas ante la demostración de fuerza de los suyos.

Otra extraña frontera del drama nos llevaría al Mediterráneo oriental: Chipre. Desde 1964 la llamada Línea Verde parte en dos la República de Chipre de la otra República Turca del Norte de Chipre. La marca parte desde el este en Famagusta hasta Erenköy. Atraviesa incluso parte del callejero de la capital Nicosia, imponiendo sacos terreros, alambradas, checkpoints y burdas barricadas. El viajero fronterizo podría alcanzar el éxtasis de la escisión si observara, a este lado de las púas, la otrora ciudad rica y turística de Varosha, al este de Chipre. En 1974, tras la Operación Atila en respuesta al golpe progriego, los turcos la ocuparon, propiciando la desbandada de sus moradores, quienes creyeron que regresarían al cabo con el fin de las turbulencias.

No fue así nunca. Varosha se deshabitó y continúa hoy deshabitada, como un gran casino arruinado a pie de mar. Sólo el Ejército turco tiene acceso a su alma vacía. Algunos turistas y aprendices de intrusos leen en avisos y anuncios que se prohíben vídeos y fotos. Dicen que en Varosha sus grandes hoteles descascarillados se caen a pedazos (aquel Hotel Argo, en la Avenida JFK, el preferido de Elisabeth Taylor). Dicen que se conservan olvidadas tiendas de moda en las que aún figuran los maniquíes del tiempo ido. Dicen que en el solitario paseo marítimo desovan ahora las tortugas marinas.

Uno está seguro de que al seguir por la Línea Verde, o contemplando a prudente distancia la ciudad inerte de Varosha, se siente lo ya dado. Era verdad que la curiosidad es el destino, que la frontera nos escinde sin lamento ni reconcomio alguno.

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