Castro: una figura que la historia no absolverá

En los próximos días se emitirán muchos juicios en torno a la figura de Fidel Castro, fallecido ayer a la edad de 90 años. Algunos -la mayoría- serán abiertamente negativos y otros intentarán salvar la figura que, durante más de cuatro décadas, ejerció el poder más absoluto en Cuba. Sin embargo, pese a los rasgos legendarios y la personalidad magnética del llamado Comandante, que llegó a fascinar a personajes tan distintos y distantes como Gabriel García Márquez y Manuel Fraga, el veredicto final sobre su figura cuando se tiene un conocimiento amplio y exacto sobre su vida no da lugar a muchas dudas: tras el mito revolucionario y emancipador se escondía un dictador implacable que deja como herencia una Cuba profundamente dividida y empobrecida. Frente a lo que Castro dijo en más de una ocasión, la historia no lo absolverá. Algunos logros evidentes de la Revolución, como la sanidad o la alfabetización -que no la educación- no pueden ocultar casi cincuenta años de tiranía en los que el dictador gobernó Cuba como si fuese una finca privada.

Aunque llevaba retirado de la primera línea política desde 2006, Castro siguió siendo el férreo guardián de la última dictadura comunista de Occidente, fiscalizando con desconfianza las timidísimas medidas aperturistas de su hermano Raúl, quien hereda ahora los atributos monárquicos de Fidel. Por eso, la desaparición de Castro es una oportunidad única para que el régimen inicie una transición, sin prisas pero sin pausas, para alcanzar la democratización total y definitiva de Cuba. Para ello, debe propiciarse un clima de diálogo entre el régimen y la oposición -tanto la del interior como la del exilio-. No es el momento de mirar atrás, sino de construir una nueva Cuba en la que las libertades políticas, sociales y económicas permitan encarar el futuro con optimismo. Fidel Castro ha muerto y con él, sus delirios revolucionarios. Intentar mantenerlos artificialmente sería un suicidio histórico.

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