Tribuna

jOSÉ Ramón Parra

Abogado

Pescaíto

Quiero que para este viaje que emprendes, si quieres, te lleves algo mío. Y voy a darte lo más preciado que tengo: un recuerdo

Flores para Gabriel Flores para Gabriel

Flores para Gabriel

Al final, un Dios ausente no ha atendido súplica alguna. Ni la mía ni la de todos aquellos que, cada uno a su manera, imploraban que el desenlace de esta historia hubiese sido distinto. Y no caben protestas. Así que ahora el Pescaíto se zambulle libre en otros mares invisibles, quizá habitando en aquellos paraísos imposibles que, en busca de una luz hermosa, solemos construir en nuestras cabezas, precisamente allí, en lo más íntimo de nuestro deseo iluso. Pero para ti, Pescaíto, ya no habrá más marzos, ni te alcanzará nuevo y fresco el olor de la hierba prensada y húmeda que nace en los márgenes de las veredas que apuntan hacia la casa de los abuelos, esa hierba tachonada de amapolas y margaritas cuando asoma la primavera. Ya no habrá que despertarse temprano, ni acostarse pronto, ni borrones en tu pupitre, ni tachones en tus libretas. Tampoco la caricia de los tuyos. Esa tampoco. Ahora habitas en la memoria clara de quienes siempre extrañarán tu falta, tu continua e hiriente ausencia. Y te echarán en falta, cada día, también cada marzo cruel, que seguirá volviendo ajeno a lo que está vez se ha dejado olvidado en el camino. Y así seguirá el mundo. Sin tropiezos, solo rodando y rodando. Lo queramos o no. Aunque no lo sabe el domingo, desde dentro de casa puedo oír las sirenas de los coches patrulla flotando en el aire infecto que envuelve la comandancia de la Guardia Civil. Pero yo las oigo, y quiero que sepas que hasta aquí me llega el irrespirable tufo a azufre. Al otro lado, la sombra de una nube, densa y oscura, empujada por la fuerza del viento, se menea despacio, como una mancha irreconocible, por encima de la superficie del agua que, repentinamente, cambia de color. Una mancha negra y podrida, que como un ácido lo corroe todo: las olas, la arena, las piedras sucias de los espigones... Pienso en ti, Pescaíto. Toda la tarde vienes y vas, aunque sin llegar a irte del todo. En el silencio profundo de la Puerta de Purchena se te intuye, pero en el salón de casa, créeme, te dejas sentir. Y me recuesto en mi sillón de lectura entornando los ojos, con un libro cerrado abandonado en el escabel, porque la realidad es que no puedo leer. Las líneas se encabalgan unas sobre otras y se me amontonan los párrafos en un desorden imposible. Y tengo que echarme mano al vientre cuando siento una punzada aguda en las entrañas, allí, bien adentro. He de reconocer que en el dolor punzante se reconoce el picor amargo del odio. Quiero que para este viaje que emprendes, si quieres, te lleves algo mío. Y voy a darte lo más preciado que tengo: un recuerdo. Un recuerdo del que quizá puedas echar mano algún día cuando con los tuyos no tengas suficiente. Y es que, por estas fechas, hace muchos años, mi padre tejía para mí lagartos con hojas amarillas de palma. Movía aquellas hojas entre sus dedos, anudándolas de aquí para allá, haciéndolas girar entre sus encallecidas manos, unas veces escondiendo y otras dejando al aire el anillo que lucía su dedo anular desde que se casó con mi madre el día de la Virgen, allí cuando septiembre se agota. Luego, sostenidos en vilo, los azuzaba contra mí poniendo cara de malo mientras yo escapaba entre risas. Entonces, como ahora, de mi padre admiraba casi todo, pero quizá lo que no olvido, además de mis lagartos, es el envoltorio de silencio con el que, sin aviso, se protegía durante algún tiempo hasta que, repentinamente, se decidía a volver de nuevo al mundo que nos rodea. Ahora, mi padre tiene los ojos abiertos, pero ya casi no me distingue, aunque me confunde con gente que se me queda bien adentro: unas veces con mi hermano, aquél que ya se fue también, otras con mi abuelo, Papa Pedro, a quien casi no conocí. Y ahora, teniéndolo de frente, mientras busco que se nos sostengan las miradas, con sus manos empequeñecidas apretadas dentro de las mías, quiero pensar que el hombre que tengo delante podrá perderse, pero el padre va a seguir ahí, y ahí seguirá conmigo, resistiendo. Así me enseña que las personas que nos queremos nunca nos alejamos del todo ni para siempre. Y no lo dudes, tú nunca vas a marcharte. Este regalo lo reservaba para Mario, mi hijo, que es un poco mayor que tú, pero creo que él sabrá entenderlo.

Pescaíto, descansa en paz.

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